Llevo como una hora sentado en un incómodo banco a la puerta de un tanatorio, viendo la vida pasar, nunca mejor dicho. Desde hace unos años siento una mezcla de desasosiego, malestar y fobia a partes iguales cada vez que, por motivos puramente relacionales, tengo que acudir a uno de estos recintos mortuorios.
Quizás por ello siempre evito mi presencia en estos lugares, salvo que la relación con el fallecido y la familia sean tan estrecha que no me permita de ningún modo, al menos moralmente, escapar al mal trago de hacer acto de presencia.
Antiguamente, los velatorios se solían llevar a cabo en la propia vivienda del difunto o sus allegados. Pero la forma de vida cambió, empezaron a aparecer los primeros tanatorios y nosotros, los que nos quedamos aquí para encargarnos del muerto y su destino, nos volvimos más prácticos y optamos por aceptar el amplio catálogo de servicios que nos ofrecen desde las empresas que se encargan de la gestión de los mismos.

En cualquier caso, la finalidad del evento sigue siendo la misma; velar al finado y además, en ocasiones, sirve para reencontrarte con multitud de gente que hace años que no ves, pero que en un día tan señalado han decidido pasar a darle un último adiós al que nos ha dejado. De paso dar las condolencias a los allegados, decirles lo mucho que lo sienten y todas esas frases de rigor que se suelen soltar en un lugar y momento como ese, la inmensa mayoría de los que por allí pasan.
«Por desgracia a esta última la he visto actuar de primera mano y mi relación con ella es de casi total normalidad desde entonces».
Sin embargo, yo tengo un enfoque distinto del asunto y, desde hace ya bastantes años, no logro afrontar la situación con normalidad. No es que me produzca aprensión el momento de dolor, agonía y muerte propiamente dicha que allí se da. Por desgracia a esta última la he visto actuar de primera mano en varias ocasiones y mi relación con ella es de casi total normalidad desde entonces.
Todos sabemos que antes o después vendrá a visitarnos y que nada podremos ofrecerle para que se dé por satisfecha y decida volver en otro momento. Es parte indivisible del proceso de vivir y por ende no debemos olvidar, por nuestro bien, que siempre actúa, a veces incluso con nocturnidad y alevosía, sin darnos la oportunidad ni tan siquiera de poder revelarnos.
Más bien no comulgo con la parafernalia que envuelve al sepelio, los plazos establecidos del mismo y la santísima burocracia impuesta por «Papá Estado» que uno debe de soportar incluso hasta muerto, aunque finalmente sean los que se quedan aquí los que tengan que lidiar con ella de la manera más conveniente.

Me parece totalmente innecesario ese alargamiento del sufrimiento a los allegados donde se termina literalmente extenuado por la situación, además de tener que tragarte a más de uno y de dos que no te explicas qué hacen por allí en ese indeseado y doloroso momento.
Sin embargo, tras días, semanas e incluso meses después, logras dar forma a las diferentes situaciones y escenas que allí se dieron a lo largo de todo ese tiempo y que en aquel frío lugar no llegaste a comprender inicialmente. Todo cobra un sentido y con él suelen llegar las decepciones.
«Y allí, partidos por la situación, en el fondo más hondo de nuestro ser, comienza una cuenta atrás…»
Además, cuando uno es un mero visitante, es decir, no te toca directamente el que allí yace dentro del ataúd, puedes analizar diferentes aspectos del sepelio que van sucediendo con el pasar de las horas y que, en ocasiones, no son más que el fruto del desconcierto general que envuelve todo.
Desde gente contando chistes, recordando con mucha guasa historias pasadas, hasta incluso algún personaje un poco pasado de vueltas liando revuelo a razón de no se sabe qué. Toda forma parte de esta tradición que nos acompaña desde hace siglos, pero en la que casi nada ha cambiado, más allá del negocio montado alrededor de la misma muerte en sí y el lugar donde se establece el evento.

Pero todo se acaba y si la familia ha optado por una misa sencilla en el mismo tanatorio, entonces tú, a modo de actor invitado, logras atisbar como la euforia empieza a venirse abajo. Y los allí presentes empiezan a concienciarse de que toca decir adiós al fallecido, y la realidad más funesta te pasa literalmente por encima.
El cura empieza a recitar su homilía y los que están allí reunidos a sentir un nudo apretado en su garganta. Entonces, como si de una prueba deportiva se tratara, la gente se coloca en sendas filas paralelas, viendo como el féretro sale definitivamente de la sala destino al cementerio o la sala de cremación.
Y allí, partidos por la situación, en el fondo más hondo de nuestro ser, comienza una cuenta atrás hasta que perdemos de vista la caja de madera y a quien va dentro de ella, sintiendo como si alguien desde un lugar lejano e indivisible dijera a modo de despedida: Preparados, listos… Hasta siempre.