La tasa de natalidad se desploma, año tras año, en Europa en general y España en particular, convirtiendo este hecho en uno de los mayores quebraderos de cabeza al que actualmente se ven sometidos tanto los políticos de turno, así como organizaciones gubernamentales de diferente índole, incluso las familias en su conjunto, en último término. Porque de lo que no hay ninguna duda es que mucha gente de los que hoy son padres no llegarán a ser abuelos, y eso a más de uno y una le trae los demonios e incluso trastoca sus planes futuros en una idílica vejez rodeada de retoños correteando por la casa y haciendo de las suyas a según que edades.
Más alla de las estadísticas, o lo meramente emocional, hay otra realidad creciente y latente que en los últimos años ha servido para varias cosas, pero principalmente para intentar contrarrestar el negativismo de las frías cifras en lo referido a nacimientos anuales. Me refiero a todos aquellos y aquellas que deciden ser padres, sobre todo primerizos, ya metidos en la cuarentena, una edad, por otro lado, que según algunos “ejpertos de plato”, equivale a los treinta de hace apenas un par de décadas, vitalmente hablando. Ver para creer.
La cuestión aquí no es si tener 40 años ahora, en 2024, es igual que haber tenido 30, por ejemplo, en 1990. El intríngulis del asunto, y más cuando hablamos de algo tan serio como la paternidad, va más alla de una simple edad o como nos sintamos cada uno de nosotros una vez alcanzada. Y está claro que, cada vez más, traer hijos al mundo parece haberse convertido en una necesidad de primer nivel, pero lo que también redunda por su blancura, como la de la leche, «blanco y en botella», es que para cada cosa hay un tiempo y etapa en la vida.
El problema radica, precisamente en eso, en el de las prioridades y los tiempos para aplicarlas
En ocasiones se nos olvida que nuestra existencia está compuesta de fases, y en cada una de ellas se dan una serie de acontecimientos vitales, casi por imperativo natural. Las leyes que rigen la naturaleza no son obra y gracia del señor, pero tampoco de ninguno de nosotros, da igual la época de la evolución humana a la que llevemos el tema. Básicamente, quiero decir con esto que el tener hijos, biológicamente hablando, está programado de manera natural, sobre todo para ellas, a unas edades comprendidas entre los 19 y los 30 años.
Esto quiere decir que cuando alguien se pone a buscar hijos a los 40 años de edad, va como mínimo 10 años tarde, con lo que ello conlleva en todos los aspectos. Y aquí, llegados a este punto, es cuando yo, que conozco a más de uno y de dos que se han puesto a la noble labor de ser padres ya en la cuarentena, me cuestiono si dar un paso de tal calado en nuestras vidas realmente merece la pena.
Más allá de esta apreciación personal, que no es relevante en ningún caso, es si realmente todos ellos y ellas que optan por este camino se preguntan que pasará dentro de, por ejemplo, ¿20 años?, cuando ellos estén en los 60, o incluso habiendo brincado esta edad, y su retoño arrancando en esto de vivir. ¡Coño, es verdad!, se me olvidaba otra vez que «los 60 de ahora son los 50 de antes».
Ironías a un lado, quizás nadie se haga este tipo de preguntas cuando tu prioridad en la vida, llegados a una determinada, edad, es la de tener hijos. El problema radica, precisamente en eso, en el de las prioridades y los tiempos para aplicarlas. En la actualidad todo es más importante que tener hijos; hay que tener un trabajo estable, casa, coche, haberte casado, viajado por medio mundo y en definitiva haber disfrutado de la vida hasta el último instante, algo, por otro lado, cada vez más complicado y casi idílico me atrevería a decir, tal y como se plantea el panorama presente y futuro.
Parece ser que hoy en día, cuando se tiene un hijo, aunque sea uno solo, se acaba la vida tal y como la conocíamos hasta entonces
Sin embargo, una mañana te levantas de la cama, miras por la ventana a ver cómo ha amanecido, y se te viene a la cabeza la idea brillante, o no, según el criterio de cada uno, de tener un hijo con 39, 40, 41 o los años que lleves atados al lomo en ese momento preciso. Luego viene, en muchos casos, cuando la cosa no cuaja como es debido, las clínicas de fertilidad, los agobios por no lograr quedarse embarazados —así lo denominan las parejas que buscan hijos en este tiempo— y toda esa agonía creciente que se transforma en pura felicidad cuando otra de esas mañanas, a veces mucho tiempo después, recién levantado y los ojos llenos de legañas, desde el aseo «María le grita a José», tras varias faltas en el periodo y un predictor de por medio… ¡Cariño, estoy preñada!
Y el júbilo inunda esa casa y ahora toca esperar nueve meses interminables hasta que la criatura asome y todo se torne de color de rosa, o negro, volvemos al criterio y la forma de aplicarlo cada cual. Pero claro, al retoño, que finalmente lo trae la cigüeña tras un largo viaje, convierte el cuento de hadas en la casa del terror. Básicamente, porque parece ser que hoy en día, cuando se tiene un hijo, aunque sea uno solo, se acaba la vida tal y como la conocíamos hasta entonces.
El cansancio hace mella en las cabezas de esos padres cuarentones (treintones de espíritu según el criterio de algunos) y entonces se llega a la conclusión de que estas cosas con 25 años no hubieran ocurrido porque, entre otros aspectos, nuestra vitalidad es otra y biológicamente estamos preparados para lo que nos echen. Y vienen las madres mías y el “por qué no me habré estado quieto con lo bien que estaba” y en definitiva una serie de reflexiones que nos llevan inexorablemente a que las cosas caigan por su propio peso… o edad, vete tú a saber.
Esto no es una crítica a aquellos que quisieron ser padres a la edad que les apeteció, pudieron o les vino sin más. Más bien una invitación a seguir con ahínco las leyes naturales que nos circundan y por las que nuestra existencia tiene un sentido como tal. Siempre es bueno recordar que cuando el ser humano ha decidido intentar controlar el ciclo natural de la vida, esta se ha revuelto de manera muy cabrona y nos ha sacudido en la trompa sin compasión algo que, más pronto que tarde, volverá a suceder por no tener cronológicamente ordenadas nuestras prioridades vitales en un mundo que perdió el rumbo hace bastante tiempo.