UMC

Hamid, el hijo del frutero

Hamid no tendrá más de nueve o diez años. Es hijo de Abdellatif, el cual conozco desde mi época de instituto, hace más de 25 años. Es un marroquí de segunda generación que llegó a España cuando apenas era un crío de la mano de sus padres en busca de un futuro mejor. Hoy, décadas después, es un hombre de bien, que posee su propio negocio, trabaja de lunes a lunes e intenta llevar una vida tranquila.

Su hijo pasa con él las tardes de sus vacaciones, en cualquier fecha del año, en el comercio donde este vende frutas y verduras, así como algunos alimentos de primera necesidad. El crío se afana de manera curiosa en todo aquello que su padre le enseña. Según este último, hay que intentar infundirle una serie de valores con los que, en un futuro, valore todo aquello que posee y que no es más que fruto del trabajo duro por parte de él y el de su familia.

Es curioso como en ningún momento pierde la sonrisa del rostro. Va de aquí para allá realizando labores de todo tipo, al mismo tiempo que conversa con algunos clientes españoles que se sorprenden de ver a un niño tan joven ayudando a su padre de ese modo. Lo mismo está sacando cajas de la cámara, que clocando el género en las estanterías. Barriendo el local o bajando las hojas de la puerta principal que delimita la entrada cuando aprieta el sol veraniego a media tarde.

En su lugar, al frente del negocio, está el pequeño Hamid, que se dirige a mí de manera diligente con un “¿puedo ayudarle en algo?”

Hace unos días entré como de costumbre a comprar unas cosas. Por lo general, Abdellatif está por allí en sus labores y al verme me suele saludar con un “buenas tardes ¿Cómo vamos?”, y sigue con ahínco en sus tareas cotidianas. Sin embargo, en esta ocasión solamente escucho su voz desde el fondo del almacén donde está descargando la mercancía o arreglando cuentas con los proveedores. Vete tú a saber.

En su lugar, al frente del negocio, está el pequeño Hamid, que se dirige a mí de manera diligente con un “¿puedo ayudarle en algo?” Seguidamente, tras yo contestarle que me las arreglo solo, sigue a lo suyo. Durante los siguientes minutos hago mi ronda general por la tienda cogiendo lo que necesito y me recreo leyendo las etiquetas de algunos productos procedentes de Marruecos que suelen tener en los estantes; especias, miel o alguna conserva, están entre ellos y suelen tener bastante éxito entre la comunidad musulmana que son clientela fija de la misma, como es de entender.

Sin embargo, en el transcurso de mi visita el crío no me quita ojo; observa de manera atenta que cojo, como lo hago, y si en mi ritual semanal de movimientos realizo alguno extraño que a él no le cuadra. No es la primera vez que, una tarde como esta, nos cruzamos en el interior del local y ya me conoce, aunque sea solo de vista. Además, en alguna ocasión ha escuchado atento las conversaciones que solemos tener su padre y yo sobre política, deporte o simplemente de como el pueblo lleva años echándose a perder por mil y una cuestiones.

El caso es que al terminar mi compra me dirijo a la caja y su padre sigue en el almacén sumido en sus quehaceres momentáneos. El chaval mi mira de manera serena y me pregunta si quiero que me cobre. Yo que me quedo un poco patidifuso y casi sin saber que contestarle, termino accediendo, pero advirtiéndole, en modo irónico, que no me vaya a engañar como lo hace su progenitor desde hace años.

“Siento decirte que niños como Hamid son el futuro. Hacer el favor de echaros a un lado, si no queréis terminar arrollados”

Me vuelve a mirar y con rostro serio no pierde tiempo ni en contestarme. Él está en lo verdaderamente importante y no atiende a las bromas de los clientes, sabiendo cuál es su sitio y el de estos, además del cometido que tienen cada uno de ellos, tal y como se ha encargado su padre de hacerle saber desde que era muy pequeño y frecuentaba la tienda con su madre de manera asidua.

Tras unos segundos la cuenta está hecha, a excepción de unos rollos que no ha metido en la suma final porque desconoce el precio. Como llevo años comprándolos, e intentando echar una mano, le digo que son 5,80 euros y el algo dubitativo teclea el importe y me da el ticket con el montante final.

Yo que no salgo de mi asombro, básicamente porque mete de memoria y de manera meticulosa el precio de cada uno de los productos que llevo, cojo la cuenta, la reviso y termino pagándole. Su padre aparece poco después y me pregunta si me falta algo, a lo que yo, sin quitarle la vista al crío de encima, le respondo que no, que el futuro jefe sabe perfectamente cómo va el negocio y que si se descuida, en nada, lo echará de allí a él.

Abdellatif me mira sonriente y dirige a su hijo una mirada de orgullo y justo cuando estoy saliendo por la puerta el crío me espeta:

—¿Había comprado usted antes pitayas?

—No— le respondo yo.

—Espero que le gusten, suelen salir muy dulces— termina sentenciando.

Su padre vuelve a mirarme sonriente y en su mirada capto a la perfección el mensaje que hay grabado en su mente desde que su Dios le encomendó la tarea de criar a su hijo: “siento decirte que niños como Hamid son el futuro. Hacer el favor de echaros a un lado, si no queréis terminar arrollados”.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio