Qué bonito es entenderse, ya sea hablando, trabajando, follando… La cuestión es saber que precisa el de enfrente (o el de abajo, arriba, etc.) poder interactuar sin complicaciones, sabiendo en cada momento que vamos por el buen camino. A priori, esta afirmación puede parecernos lógica y totalmente válida para casi cualquier ámbito de la vida. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, lo único que hemos hecho, en términos generales, es complicarlo todo, principalmente nuestra existencia.
Porque solo tenemos que mirar a nuestro alrededor para entender como hemos perdido la capacidad de hacer de la sencillez una herramienta con la que facilitarnos las cosas. Da igual la actividad en la que pongamos el foco para confirmar esta teoría y ser conscientes de que todo se ha vuelto realmente complicado.
La lista de cuestiones en las que podríamos incurrir sería literalmente interminable. En cualquier caso, y solamente centrándonos en nuestro día a día, se puede constatar esta tecnificación deshumanizada, constante en todo momento, lugar y situación fruto, principalmente, de esta modernización atroz a la que nos vemos sometidos. Progreso lo llaman.
Y no, no es una cuestión de nostalgia intelectual, que también ayuda a veces a agravar el problema. Hablo en términos prácticos que abarcan a cualquier espectro de la población. Porque si bien un joven entre los 12 y los 20 años, por lo general, suele estar bastante más puesto en términos tecnológicos que alguien con 50, los primeros suelen ser menos eficientes en otras cuestiones como por ejemplo las relaciones humanas.
Básicamente, porque hace apenas tres o cuatro décadas (que puede sonar a mucho tiempo, pero no es así) la sociedad estaba mucho más centrada en esto último. Ahora todo está copado por la tecnología y sin ella pareciera que pudiera pararse el mundo de un momento a otro aunque, a poco que analizáramos las cosas con detenimiento, llegaríamos a la conclusión de que esto no ocurriría en cualquier caso de comportarnos de manera racional y empleando el sentido común.
Sin embargo, analicen con detenimiento como actúa la mayoría de personas que por cualquier cuestión técnica se quedan, por ejemplo, sin servicio de WhatsApp. O sin la posibilidad de poder estar a todas las santas horas interactuando en sus redes sociales. En ellos suele agarrarse un sentimiento de angustia y ansiedad que no es sencillo de calmar, salvo si les devuelve esa droga permanente en forma de vida virtual a la que literalmente están enganchados.
Y no me malentiendan, a título personal no estoy en contra de la tecnología o las bondades que esta puede otorgarnos en forma de comodidades y ventajas en nuestra vida. Un servidor hace uso de ella de una manera moderada e intentando que la finalidad sea práctica de algún modo. Aun así, no soy partidario de que la sencillez de las cosas más elementales haya terminado en el cajón del olvido para finalmente convertirnos, a la inmensa mayoría, en una masa poblacional esclava del propio sistema tecnológico.
Si a todo ello le unimos el ahínco con el que políticos, grandes corporaciones y grupos de presión intentan que pasemos por este aro, es indudable que nuestra existencia se complica de manera exponencial a cada momento. Además, por desgracia, no somos capaces de echar el freno en algunas cuestiones que, más allá de favorecernos, terminarán perjudicándonos de manera directa. Al tiempo.
¿No me creen? Echen una ojeada a temas candentes de nuestra actualidad como el coche eléctrico, la banca online, o como para poder acceder a cualquier servicio público es solo posible de forma virtual, casi en exclusiva. La llamada brecha tecnológica deja atrás a millones de personas incapaces de adaptarse a estos ¿adelantos?, que han terminado imponiéndose sin el consentimiento de la mayoría de nosotros.
Hagan la prueba; vayan una mañana al mostrador de su banco a eso de las 12:30 a ver si le realizan esta u otra gestión. O intenten pedir una cita para infinidad de administraciones de forma presencial. Más aberrante aún; comprueben a ver si pueden entrar en este o aquel lugar con su automóvil actual. Uno de esos que hace unos años era la panacea y todo el mundo debía de adquirir, ¿recuerdan la era de los TDi?… Pues eso.
Ahora quien intenta desplazarse en uno de estos, entre otras cosas porque el salario no le da para poder adquirir uno más moderno, es literalmente un ser demoníaco en contra de la actual Religión Verde, esa que apoya su discurso en una serie de variables climáticas (las que les interesa y en el momento que se precisan) para intentar aplastar a todo aquel que no comulgue con el discurso.
Que me voy del tema. Estas líneas no están destinadas a opinar sobre la autoridad y ética de determinadas políticas y acciones burocráticas que actualmente nos afectan. Solamente piensen en si realmente la modernidad que impera en nuestra cotidianidad es o no favorable a nuestros intereses generales. Pero más allá de ello, si esta nos facilita la vida. Es decir, si la sencillez se convierte en moneda de cambio en nuestras acciones rutinarias más elementales.
Está claro que el mundo avanza, de hecho siempre ha sido así, y que ninguno de nosotros podrá hacer nada para frenar esta huida hacia adelante en la que pretendemos continuamente dejar atrás aquello que antaño nos hacía felices, simplificaba las cosas y nos convertía en personas más libres. Recuerden: Las comodidades por doquier, fruto de las nuevas tecnologías, no son sinónimo de libertad, más bien todo lo contrario. Para ello hay que renunciar a muchas otras cosas, esas mismas que hasta no hace mucho eran las que hacían de nuestras vidas un lugar más sencillo y afable.