Caminar es una de las cosas más sanas que existen en este planeta (redondo o plano, según a quien se le pregunte) que nos ha tocado vivir, al menos eso es lo que afirma la medicina actualmente. Intento a diario aplicar esta actividad en mi rutina y lo hago realmente a gusto. Además, te ayuda a desconectar, a pensar en tus cosas y en ocasiones a poder observar cómo funciona el mundo que te rodea. En especial la gente que en ese momento también ha optado por practicar una actividad física o simplemente pulula por la calle realizando cualquier tarea cotidiana.
Hace unos días, en uno de estos paseos matutinos, me percaté de algo que por un momento llegó a enternecerme, dada la imagen que aquel hecho representó en lo visual. Pero sobre todo en lo que supondría para aquellas personas que en conjunto, y sin ellos saberlo, daban habida cuenta de la necesidad de tener cerca a los nuestros, incluso cuando nuestra vida va viento en popa a toda vela y nos creemos literalmente intocables.
Caminaba por las cercanías de mi domicilio a eso de las 11:00 de la mañana y llegando a una zona habilitada para corredores y amantes del “fisnes” me percaté de que llevaba una cordonera suelta, con el riesgo que eso conlleva, tal y como han intentado de hacernos comprender nuestros padres durante nuestra niñez. Además, no sé si lo recordarán, lo hacían de una manera efusiva cuando, al grito de “¡nene, átate las cordoneras que te las vas a pisar, te vas a caer y te vas a romper la crisma!”, nos avisaban que los cordones de nuestros zapatos se habían soltado y el riesgo mortal que eso conllevaba.
Que me voy por las ramas y no expreso lo que venía a relatar. Como digo, me di cuenta de este hecho y me senté en uno de los bancos que hay repartidos por los diferentes puntos de esta zona deportiva para proceder al atado, mientras miraba en torno a los atletas que por allí circulaban en mallas “marcando paquete”. Sin embargo, hubo algo de especial relevancia que llamó mi atención, algo que me hizo darme cuenta de lo importante que pueden llegar a ser nuestros seres queridos en según qué momento de nuestras vidas.
En uno de los laterales de la vía principal se encontraba una autocaravana con matrículas extranjeras que procedía a dar la vuelta y cambiar de dirección buscando el sentido de la calle que enfila hasta la salida de la urbanización. Lo curioso del tema era que un señor de muy avanzada edad, quizás un octogenario, que además le costaba horrores moverse de un lado a otro, se encontraba señalizándoles la maniobra en mitad de la carretera. Parando a los que venían de frente e intentando, en la medida de lo posible, que aquella casa rodante lograra su objetivo sin ningún percance.
Una vez realizó la maniobra por completo, el conductor se ladeó como buenamente pudo y colocó sus cuatro intermitentes. Mientras tanto el anciano, que con tanta dedicación había formado parte de aquella acción circulatoria, se acercaba a marchas forzadas hacia el lateral donde se ubica el pasajero (en cualquier vehículo que porte el volante a la izquierda) y cuando logró llegar al destino deseado se paró ante la ventanilla a charlar con los ocupantes que ocupaban el interior.
La conversación fue breve, apenas un par de minutos en los que supongo que, en su idioma nativo, ya que no eran españoles, o eso creo, tanto por la matrícula del vehículo como por los rasgos físicos de los tres protagonistas, se despedían tras unos días de visita al venerable anciano. Hasta aquí todo más o menos normal, aunque he de decir que por un momento durante el trámite vial temí porque aquel señor tuviera algún percance personal, aunque por suerte no fue así.
Lo extraño, entrañable y que en definitiva me hizo reflexionar, vino después cuando, tras ponerse en marcha la autocaravana, el hombre empezó a despedirlos agitando su brazo y mano derecha sin pausa alguna mientras esta se perdía de vista por el final de la calle. Durante ese tiempo, que a mí particularmente se me hizo eterno, el hombre no cesó ni un segundo en su intensa despedida y supongo que los ocupantes del vehículo observarían desde dentro, por los retrovisores del mismo, la tierna escena mientras transitaban la calle que los pondría rumbo hacia un nuevo destino.
Llegados a ese punto yo me quedé unos minutos sentado en el banco viendo al entrañable anciano, alejarse, caminando, supongo, dirección a su casa. Y mientras que eso ocurría me daba cuenta de lo triste que puede llegar a ser una despedida. Con todo lo que ello conlleva, aunque para algunos no sea más que un simple “hasta luego” sin ser conscientes de que, si la vida así lo quiere, puede convertirse en un definitivo “hasta siempre”, sin previo aviso ni explicación alguna más que el propio discurrir de la misma.
Imágen de Leon Seibert