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El brazo del que no te asirás

Hace unos días mi mujer me convencía para pasar una mañana de tiendas en uno de los centros comerciales de la zona. No soy muy dado a estos menesteres, menos aún cuando la visita a dicho recinto no tiene finalidad alguna por mi parte. Es decir, no llevo intención de ningún tipo de comprar nada. Pero eso poco o nada le importa a una fémina en búsqueda constante de renovar el armario, (así lo llaman ellas) algo a lo que uno se debe de acostumbrar de estar casado, si no quiere que lo sustituyan por otro más joven, guapo y amable.

No tengo intención de hablar de tiendas de ropa, dar lecciones maritales o simplemente explayarme sobre temas personales en estas líneas. Sin embargo, sí poner en contexto la situación que viví precisamente esa mañana, en concreto, gracias a las exigencias textiles de mi señora. He de reconocer que, para poder practicar el arte de la contemplación, hace falta salir de entre las cuatro paredes que habito, básicamente porque desde allí lo más que veo es la vaya contigua del vecino… (Otro día hablaré de la afición de este a caerse de la escalera).

Lo dicho, paseábamos por uno de los interminables pasillos principales del citado centro comercial y de cuando en cuando entrabamos a hacer la ronda a alguna de las tiendas que lo conforman. Fue precisamente en uno de estos establecimientos, perteneciente a una famosa cadena de moda, cuando presencié una escena que me dio que pensar, incluso en el mismo momento, aunque, posteriormente y con la mente fría, analizara varias veces el hecho en cuestión de manera más objetiva.

Esperaba yo en la puerta de uno de esos probadores atestados de gente entrando y saliendo con montones de ropa apilada a uno y otro lado de la propia entrada, cuando dos mujeres de aspecto físico similar paseaban por delante de manera pausada. Si no las conociera de nada, y me preguntaran sobre ellas, me decantaría porque eran madre e hija por el mencionado parecido, algo que finalmente confirmaría tras oírlas comentar algo muy cerca de mí.

El caso es que la mayor de las dos le costaba horrores moverse, entre otras cosas, por su elevada edad. A ojo le echaría unos 80 tacos y a la hija tornando los 60. La escena era peculiar porque la madre se agarraba de manera aferrada al brazo de su retoño, a pesar de llevar un ritmo cansino y casi extenuante a la vez, fruto de su dependencia a los cuidados de esta última. Sin embargo, era encomiable como esa hija asistía a su madre, además con una sonrisa en la boca y hablándole en todo momento de manera sosegada y cautelosa.

Una imagen que transmitía bondad y comprensión a partes iguales y que en lo personal me dejó algo tocado en aquellos primeros instantes. Más de uno se podrá preguntar en qué me pudo impactar dicha concatenación de hechos, pero más alla de lo que pudiera influirme en términos sentimentales, me hizo reflexionar sobre un supuesto futuro en el que yo fuera el viejo desvalido (de llegar a serlo) y quien estaría ahí para tenderme su brazo llegado el caso.

Ya en casa, con la imagen “runruneando” en mi mente, mi primera reacción fue interpretar aquello de manera objetiva. Es decir, no hacerme sangre por el hecho de que yo, sin descendencia, ni intención alguna de tenerla, no tendré a alguien allegado a mi persona que, de necesitarlo, se preste a la tarea de mantenerme en equilibrio. Esto o cualquier otro cuidado que se suele precisar al llegar a determinadas edades.

No me malinterpreten; No me autocompadezco de forma alguna por el devenir que pueda estar esperándome en un futuro ficticio, para nada. Yo he elegido libremente mi situación familiar y con ello sus pros y sus contras. De hecho, nada garantiza que, de tener hijos, estos se acuerden de sus padres en momentos de necesidad de este tipo. De hecho, vivimos en la sociedad con más desapego emocional e individualista de la historia, según diversos estudios recientes que avalan esta teoría.

Aquí cada uno va a lo suyo y que cada palo sujete su vela, si de sujetar o asistir a algo o alguien hablamos. Sin embargo, es inevitable hacer este tipo de cavilaciones en situaciones vividas como la que relato, porque a fin de cuentas un servidor es humano y consciente plenamente de todo aquello que puede ocurrir como consecuencia directa de haber optado por este u otro camino. No espero nada de nadie, desde hace ya bastante tiempo, y no es por falta de personas que merezcan la pena a mi alrededor. Nada más lejos de la realidad.

Simplemente, hay que hacerse cargo de las vicisitudes de cada uno, dando por hecho que, al igual que yo pienso en una supuesta vejez solitaria y con pocos recursos humanos a mi servicio, también entiendo que el resto harán lo propio con aquellas cuestiones que los atenazan e infunden respeto, incluso llegado el caso, miedo. Quien sabe, con esto de la inteligencia artificial y esta manía persecutoria de las élites globalistas porque las máquinas tomen el control, termino atendido por un asistente de última generación (un robot) con un acabado femenino de buen ver, limpiándome el culo cuando ya no pueda ni hacerlo por propia voluntad. ¿Miedo, quién dijo miedo?…

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