Divagaba recientemente sobre la posibilidad de estar, probablemente, ante la sociedad más evolucionada que ha conocido el ser humano a lo largo de su historia, al menos en algunas materias que nos afectan a todos y cada uno de nosotros de manera global. Sin embargo, hay cosas que no han cambiado. O mejor dicho, se mantienen en esencia tal y como las conocemos desde su origen. Entre ellas el miedo y el efecto que surte entre todos nosotros cuando los que se encargan de infligirlo ponen en marcha la afinada maquinaria necesaria para lograr este cometido.
Teniendo en cuenta que hoy en día vivimos en una época en el que las relaciones entre los seres humanos han alcanzado su mayor plenitud, gracias a todos aquellos canales creados por estos mismos, llámense internet, redes sociales, telecomunicaciones y otras tantas formas de poder interactuar, es también más sencillo que nunca infundir el miedo entre la población. De hecho, todos los avances tecnológicos en este sentido han facilitado esta labor a esa pequeña minoría generadora del mismo, en pro de su propio beneficio.
Hoy, más que nunca, es muy sencillo manejar a la población a base de un bombardeo constante de información. En ocasiones veraz, en otras muchas, totalmente falsa, sesgada y manipulada a partes iguales, donde algunos actores (medios de comunicación, políticos, entes supranacionales, etc.) entran en acción poniendo su granito de arena para que el miedo llegue hasta cualquier rincón. Esencialmente, para que, todo aquel que sea destinatario del mensaje se replantee de arriba abajo si su actitud es o no la correcta en la línea de pensamiento impuesta por los ideólogos de la misma, sin reparar en el propio motivo, pero sobre todo en las posibles consecuencias de esta para su vida en general.
Echemos la vista atrás y recordemos la reciente pandemia y todo aquello que aconteció hasta hace relativamente poco. El miedo se encargó de que la gente no saliera de sus casas, permaneciera en estas antes de las 22:00 horas (Ya saben, el virus salía a infectar a todo quisque a partir de esa hora) o no se desplazara de un municipio a otro, ya que la cepa del virus podía ser diferente en Cartagena que en Villa Conejos de la Peluda, por ejemplo (nótese la ironía).
Además, no fue difícil que la mayor parte de la población señalara a una minoría por no vacunarse, al más puro estilo nazi. O que esa misma masa uniforme de gente acatara a pies juntilla todo aquello que desde arriba, los que dirigen, les impusieran, a pesar de que muchas de estas tropelías, entre ellas el confinamiento de la población, se han declarado ilegales finalmente por el segundo mayor órgano judicial con el que cuenta el Estado, el Tribunal Constitucional de España.
Da igual; en todas y cada una de estas acciones estaba aplicada la dosis de miedo precisa, en el momento adecuado. No fue necesario el uso de métodos más drásticos, por ejemplo la violencia, para que la inmensa mayoría acatase y fuera consecuente con lo que le mandaban, creyéndose estar actuando por un bien común cuando, por lo general, nada tenía que ver con esto último, como se ha demostrado posteriormente.
Esto no es nada nuevo, ya que a lo largo de nuestra historia se ha usado esta misma técnica empleando los medios con los que contaba el político, mandamás o dictador de turno en cada periodo de la misma, recursos que, por otro lado, han ido perfeccionándose precisamente en función de la época e intereses en juego por los que luchar.
La conclusión de todo esto es que, a pesar de que vivimos en la sociedad más avanzada que hemos conocido hasta ahora, esos mismos hitos históricos nos han hecho presos de nuestras propias decisiones, básicamente porque cada vez somos menos capaces de distinguir lo realmente peligroso de lo que no lo es. El miedo actúa de manera uniforme en nuestras cabezas, haciéndonos creer constantemente que vamos a perder aquello que queremos por nuestra irresponsabilidad, por ejemplo, a nuestros seres queridos o aquellas cosas materiales que tanto sacrificio nos ha costado lograr.
Sin embargo, no somos capaces de poner en balanza si realmente merece la pena estar sumidos en ese miedo, a veces irracional, que nos mantiene en un vilo constante. Todo ello sin tener en cuenta que la inmensa mayoría de las cosas que creemos que van a ocurrir jamás se terminan dando, salvo en nuestro imaginario. Es decir, que nosotros mismos les hacemos el “trabajo sucio” a aquellos que tratan de mantenernos subyugados ante el miedo.
Hemos evolucionado hacia un ser humano cobarde y sin criterio que se autoinflige su propia dosis de miedo en aras de protegerse, no se sabe bien de qué o de quién, así mismo y a todos aquellos que le rodean. De todo aquello supuestamente real, pero también incluso de lo que catalogamos acertadamente como ficticio, que a su vez parece gravitar en nuestra contra en ese universo particular que nos hemos montado.
Volviendo a la pasada pandemia global del Covid-19. Ya parece que nadie se acuerda de todos aquellos que, postrados desde un balcón en plena crisis sanitaria, maldecían a todo aquel, por ejemplo, que no le quedaba más remedio que sacar al perro a mear, si no quería que este terminara realizando sus necesidades fisiológicas en el salón de casa.
No sabemos bien a quién podría contagiar el susodicho estando solo en mitad de la calle, o si serían los elementos del mobiliario urbano los que harían lo propio contra su persona. Solamente tenían la plena convicción de que algo malo iba a pasar por aquella acción irresponsable del vecino de turno. Quizás por ello se acordaban incesantemente de hasta en la madre que parió al hereje y, llegado el caso, incluso en la del perro, rezando en arameo desde ese cubículo de cuatro paredes que se había convertido en una cárcel improvisada.
Dijo una vez el filósofo francés Émile-Auguste Chartier, conocido por el sobrenombre de Alain, que “El hombre que tiene miedo sin peligro, inventa el peligro para justificar su miedo.” Sin duda vivimos en una sociedad donde existen peligros, pero en esa misma también habita una insustancial y desaforada masa humana incapaz de diferenciar el peligro de la manipulación, pero sobre todo a los buenos de los que nunca lo han sido, ni lo serán.