Hace mucho tiempo que no voy a la playa en verano, a bañarme, se entiende. Acudo en alguna ocasión a uno de los millones de chiringuitos costeros que inundan nuestra geografía a tomar un café, un vermut o lo que se tercie dependiendo de la hora, lugar y sobre todo la compañía.
Como digo, hace años que deseché la idea de ir a darme un baño a cualquiera de las playas del entorno, que haberlas haylas a mogollón y además de excelente calidad, si exceptuamos las que delimitan el Mar Menor, que en los últimos años las cuales, gracias a la impunidad de los políticos, y la cobardía e irresponsabilidad del pueblo, o sea nosotros, están simplemente hechas una acequia.
Sin embargo, no es el tema del baño el que vengo a tratar aquí, algo a lo que se podría dedicar un buen tocho rememorando la magia que tenía la laguna hace unas décadas y para lo que, por desgracia, ha quedado. El motivo de estas líneas es la gracia que me hace ver en los meses de invierno, sobre todo entre enero y marzo, a una infinidad de extranjeros que, equipados con sus autocaravanas último modelo, a veces no son tan novedosas, se pegan largas temporadas colocados en las calles que bajan directamente hasta el paseo costero que une la urbanización de Los Narejos con la pedanía de Los Alcázares.
Una manera más de recaudar fingiendo que se preocupan por algo, inventando un problema que no existe y aplicando una solución que nadie ha pedido
La mayor parte de ellos están en el lado de los citados Narejos, básicamente porque allí el número de construcciones es menor y además vive menos gente durante todo el año. En esas calles se pasan las horas del día de la autocaravana a la playa y viceversa, con el único fin de broncearse y disfrutar del entorno natural que nos brinda el enclave.
Sí, broncearse, (échenle la culpa al cambio climático), ya que por esas fechas hay días de 19 y 20 grados de temperatura en los que no se mueve una brizna de viento y uno puede disfrutar del sol, además de una manera segura, sin el riesgo de padecer después un posible cáncer de piel.

Esta escena se repite cada temporada, aunque el ayuntamiento local hace ya un tiempo que cambió la ordenanza y obligó a construir un parque de autocaravanas, evidentemente alejado de la playa y cascándoles una cuota diaria a los visitantes. Según ellos, «no es estético ver tanta autocaravana aparcada en las calles linderas al paseo».
Según los afectados, y gran parte de los vecinos, es una manera más de recaudar fingiendo que se preocupan por algo, inventando un problema que no existe y aplicando una solución que nadie ha pedido, algo que a estas alturas, salvo en contadas excepciones, no es ninguna novedad.
Imaginaros esta gente que viene de sus países huyendo del frío, la nieve y la oscuridad casi completa en estos meses invernales
Pero volviendo al tema principal; esos guiris tomando el sol en los meses de invierno, sentados en sus hamacas dentro de la zona de playa, sin camiseta y embobados con la mirada clavada hacia el este, no tiene otro motivo o explicación que lo fascinante del paisaje en esos días.
Porque en pleno invierno, en días como los descritos, en los que se ve perfectamente La Manga y todo el contorno que delimita al Mar Menor, es simplemente una imagen de postal. Y yo, que suelo ir a caminar los domingos a la zona, siempre me quedo observando a estos, siendo consciente de lo afortunado que soy de vivir en este remoto lugar del planeta.
Creo que esto último es algo que a menudo nadie se para a pensar, pero cuando logras percibir, entender y conocer todos esos detalles que dan forma al lugar donde habitas, y además eres, por encima de cualquier otra cosa, capaz de apreciarlo en su justa medida, entonces, y solo entonces, es cuando consigues estar en paz contigo mismo.
También con todo aquello que forma tu mundo exterior, y ver esa laguna en los meses de invierno, con los días despejados, como si fuera un espejo en el que se puede reflejar hasta el alma, me hace sentir en plena armonía por dentro, por otro lado, a lo único que uno aspira con el pasar del tiempo.
Imaginaros esta gente que viene de sus países huyendo del frío, la nieve y la oscuridad casi completa en esta época del año. Quedan totalmente ensimismados con la idílica imagen costera, siendo conscientes de que los españoles somos afortunados en ese aspecto. Aún más todos aquellos que vivimos, concretamente en esas fechas, en el suroeste del país.
Porque pocos lugares te pueden ofrecer esa magia, en un frío mes de invierno, donde el sol te acaricia la cara y tu cuerpo agradece la cálida temperatura del momento. Si además es sentado encima del poyete, el cual delimita la playa del paseo, con la mirada perdida ante el esplendoroso Mar Menor, entonces la experiencia se hace única e irrepetible y a ella no hay guiri que se resista.