Todo el mundo que tiene un perro en casa sabe que en la mayoría de ocasiones, por no decir en todas, represente la alegría del hogar. Creo que no existe ser vivo sobre la faz de la tierra que englobe una serie de características tan positivas; Nobleza, fidelidad, amor, inteligencia, lealtad, etc.
Todo ello está reunido dentro de esa carcasa peluda que envuelve el alma de un perro. Quizás por eso, en este momento, y sin haber querido perros hasta no hace tanto, tengo en casa a tres chuchos (y una gata) que me acompañan, prácticamente, las 24 horas del día.
A cada cual más diferente, no solo en características físicas. También en la forma de ser y proceder. Dos hembras y un macho que se respetan y se llevan a las mil maravillas, aunque en ocasiones tengan sus pequeñas guerras territoriales por esto o aquello. Estas se acaban a la voz de «¡ya!», cuando desde la otra punta de la casa les envió la orden y ellos se hacen cargo de las posibles consecuencias de no respetarla.
Males menores que compensan cada minuto que están entre nosotros, a pesar de que a veces me saquen de mis casillas y se me pasen por la cabeza cosas precisamente poco benévolas que hacer o donde enviarlos directamente, a pesar del sentimiento tan especial que atesoro hacia ellos. Lo siento, mi alma no está envuelta de tanta pureza como la de los susodichos.

Danko, sin embargo, estaba sentado mirando a la pared, como si alguien lo hubiese castigado por haber cometido alguna fechoría
Todo esto lo cuento por una anécdota que me sucedió hace unos días y que me demostró, hasta qué punto, un perro que tienes en casa, al cual alimentas a diario, sacas a dar un paseo asiduamente y de cuando en cuando le pasas la mano, es capaz de agradecerte cada minuto de tu dedicación y demostrarte su lealtad hacia ti y hacia todo aquello que decidas sobre él.
Da igual que esto sea bueno o malo; lo acatará como un fiel soldado que ha sido elegido para morir por su patria en una guerra que en ocasiones ni siquiera es suya ni él ha creado. Así son ellos y Danko, una mezcla de American Staffordshire (que se autopercibe como un Chihuahua gigante de 40 kilos) me lo hizo saber la otra mañana.
Tras volver a casa de sacar a la más pequeña de todos ellos, en tamaño, Chanel, una Yorkshire de 14 años y apenas 1,5 kilos de peso (que se autopercibe como un pastor alemán rabioso de guarda y custodia), había hecho algo de lo que nada más entrar por la puerta tuve constancia de manera automática, como si de una revelación se tratara.
Básicamente, en los apenas 20 minutos que habíamos estado fuera, este había triturado una de esas tablas decorativas sobre las que se colocan las barras de incienso. La había cogido del mueble del comedor donde estaba puesta, está más o menos a la altura de su cabeza, y literalmente la había hecho astillas en apenas cuestión de minutos.
La escena al entrar por la puerta ya me hizo saltar las alarmas, ya que cuando vuelvo de pasear a Chanel, tanto él como la otra perra, Tula, una mestiza ovejera que está como una puta regadera, (creemos que se autopercibe como una cabra montesa) no estaban junto a la puerta, esperándome con su actitud jovial y en “modo marcha” con la que siempre me reciben para que los salude.
Cuanto tenemos que aprender de un simple perro, nosotros que nos consideramos por encima de todo y de todos
Tula se encontraba bajo la mesa acostada, con la mirada al frente y las orejas en posición de alerta. Danko, sin embargo, estaba sentado en un lateral de la estancia, mirando a la pared, como si alguien lo hubiese castigado por haber cometido alguna fechoría, con las orejas bajadas y su rabo moviéndose suavemente contra el suelo en modo limpiaparabrisas.
Al otro lado del salón, la tabla del incienso reducida a migajas, y gran parte de su cama, la de Danko, llena de trocitos diminutos de madera. Mi primera reacción fue ir hacia esta, coger un trozo mediano que había quedado sin triturar y mostrárselo delante de la cara. Él mirándome con ojos lastimeros me intentaba decir que sí, que había sido él, pero que no sabía realmente qué había pasado. Un accidente.
Sin embargo, a mí en ese momento se me vinieron los demonios y le di dos o tres veces con el pedacito de madera, mientras le echaba un sonoro rapapolvo, a lo que él instintivamente cerró los ojos y se quedó totalmente inmóvil esperando los que vinieran, ya fueran dos o doscientos toques o los que su encolerizado dueño viera convenientes.
Todo ello al son de mi voz de «jefe de la manada» muy cabreado, al más puro estilo Cesar Millán, pero sin poderes sobrenaturales como los de este para encantar a nada ni a nadie. Pero él seguía allí, como una escultura inerte, sin voluntad, acatando su culpa, mientras la perra no paraba de dar vueltas a mi alrededor, intentando, a base de toques con su hocico en mi mano, que no le diera otra vez con el trozo de madera al culpable de aquella tropelía.
Aquí comprendí varias cosas: Primero, la honorabilidad inamovible de un perro que, a pesar de tu cabreo, está ahí para apechugar con lo que toque, aunque sea una bronca de órdago. También la lealtad entre ellos, que se pasan el día juntos, protegiéndose el uno al otro por puro instinto y nobleza animal.
Pero sobre todo cuanto tenemos que aprender de un simple perro, nosotros que nos consideramos por encima de todo y de todos. Sin embargo, no lograremos jamás estar a la altura del alma de esos seres venidos, de no se sabe dónde, pero que nos demuestran que, de existir los llamados Angeles, a buen seguro, estos no tienen alas y visten de blanco: Van a cuatro patas, están cubiertos de pelo y en ocasiones hacen astillas, por error, una tabla de incienso.