Ya he comentado en algún que otro artículo que, por cuestiones varias, me he visto envuelto en más de una mudanza en los últimos años, algo que, por desgracia, vuelve a suceder en estos últimos días. En esta ocasión no he sido yo el causante de tal desasosiego cotidiano, sino mi casero actual que ha llegado a la conclusión de estar cansado, palabras textuales, “de perder dinero con la casa”. Evidentemente, se refiere a la vivienda en la que mi mujer, dos perros, Goya, “la gata que venía del cielo” y un servidor habitábamos con total normalidad hasta hace apenas unas semanas.
Indudablemente, como firme defensor de la propia privada, la libertad de elección del individuo y el respeto hacia lo que no es mío, no me he opuesto de ninguna de las formas a la decisión tomada por el susodicho, más allá de hacer respetar mis derechos adquiridos bajo el contrato legal que ambos contrajimos con anterioridad. En cualquier caso no vengo aquí a hablar de los pormenores de mi cambio de residencia, asuntos transaccionales o decisiones tomadas bajo un prisma económico por terceras personas de las que poco o nada espero.
Estas líneas son una corta, pero intensa reflexión, sobre lo que uno deja atrás en el lugar en el que ha vivido durante un cierto tiempo. Por supuesto, no hablo de cambios de domicilio que, por temas laborales, por ejemplo, mucha gente realiza casi de manera asidua. Me refiero a esas mudanzas que uno lleva a cabo obligado por las circunstancias y el “estar de prestado” bajo un techo que no es de su propiedad.
Si echo la vista atrás, tras salir del hogar familiar, me he visto envuelto en 7 mudanzas, incluida esta última, desde el año 2003 aproximadamente hasta hoy. Entre algunas de ellas apenas pasaron unos meses; sin embargo, en este caso en cuestión, son más de seis años de mi vida los que me dejo entre estas cuatro paredes y con la mano en el pecho siento una cierta aprensión emocional de pensar que, en apenas unos días, cruzaré el umbral de la puerta y no volveré a entrar en esta casa nunca más.
Y si he llegado a esta conclusión y además atesoro ese sentimiento, es simple y llanamente por una razón muy simple: Considero esta casa mi hogar. Además, en ella he vivido momentos de felicidad, pero también otros que siempre quedarán grabados en mi memoria de manera indeseada. Por ejemplo, el haber pasado los últimos momentos junto a nuestra perra Chanel, salir con ella en los brazos, destino a las urgencias del veterinario, y regresar habiéndola perdido para siempre.
Este amargo trago, que expreso en “Amarga carta de despedida: Hasta siempre Chanel”, es solo un ejemplo de cómo recordaré para siempre mi paso por este lugar. Escenas que siempre perdurarán en el recuerdo y que asociaré instantáneamente al mismo. De igual forma, cada vez que piense en determinadas personas también se me vendrá a la mente este sitio, como pueden ser mis vecinos, los amables jardineros que vienen habitualmente a encargarse del perímetro del jardín trasero o el gato de mi vecina, la de en frente. Ese del que me llevo encargando de su manutención a pensión completa, día sí y día también desde ni me acuerdo.
Por otro lado, haber vivido aquí ha dado lugar a anécdotas que he terminado textualizando en diversos artículos, algunos con más acierto que otros, pero todos ellos formulados desde un mismo nexo común: el lugar. Por ejemplo, los peligros que conlleva el deporte, para los intereses de algunos varones, cuando te montan un gimnasio al lado de casa y contratan a un monitor de 1,90 m de altura que pareciera un Adonis tallado por los dioses.
Por si todo esto fuera poco, en esta casa, además, he cumplido algunos sueños otrora parecieran inalcanzables, a base de dedicación y trabajo, como por ejemplo formarme como divulgador del mundo del motor, gracias a personas que depositaron en mí su plena confianza. De igual manera soy consciente de lo afortunado que he podido llegar a ser por momentos, aunque en esos mismos instantes no le diera la menor importancia.
Sin embargo, más allá de aquellos aspectos y hechos que han ido aconteciendo con el discurrir del tiempo, en estos últimos días de cambio, voy sintiendo una sensación de eco y vacío cada vez que regreso a la casa tras haberme llevado esto o aquello a nuestro nuevo destino. Es como si de alguna forma esos objetos formaran parte de la vida propia del lugar y de algún modo yo estuviera acabando con ella, arrebatándoselos sin más explicación que un adiós.
Cuando por fin terminemos de sacar todos nuestros enseres, bajemos las persianas y cerremos la puerta principal, tras nosotros solo quedará silencio y un eco inaudible de despedida en el que se fusionarán todos esos sentimientos y sensaciones que se han ido acumulando, de manera gradual, con el pasar de los días. No habrá una mano que estrechar o un torso al que poder abrazar a modo de despedida, solo una imagen solitaria de una estancia vacía que divagará por nuestras retinas a lo largo de un tiempo. El mismo que trascurrirá hasta volver a sentirnos acogidos en ese nuevo destino que está por llegar y consigamos hacer de él un hogar.
Una vez escuché decir que los finales de algo, en casi cualquier ámbito de la vida, “suelen convertirse en el punto exacto donde pasado, presente y futuro confluyen en la búsqueda de una nueva página que escribir en este libro llamado vida. No siempre son afables ni tampoco deseados. Quizás ahí es donde reside su importancia y a la vez donde nos exponen ante la fragilidad de nuestra existencia. Cuando una puerta se cierra, se abre una ventana e incluso, en ocasiones, un mundo nuevo que descubrir…”