Echando una ojeada, a modo general, de cómo está el patio, está claro que hace mucho tiempo que la desvergüenza y la desidia se adueñaron de nuestras vidas. Hemos alcanzado un estado de dejadez profundo y preocupante a partes iguales, aunque a estas alturas lo de tener un mayor o menor grado de preocupación, como que es lo menos importante del asunto en su conjunto.
Es imposible revertir la situación y, en cierto modo, la mayoría de nosotros somos conscientes y vamos preparándonos para el aterrizaje forzoso que nos espera a la vuelta de no mucho tiempo.
Pero claro, uno echa la vista atrás, a otros tiempos, no tan lejanos, por cierto, 25 o 30 años a lo sumo, y se da cuenta de que el ritmo al que esta sociedad ha degenerado es proporcional a la velocidad a la que corre, por ejemplo, Usain Bolt los 100 metros.
Es decir, hemos batido todos los récords en aniquilar un entorno social que había llevado más de un siglo el poder construirlo. Y aquí seguimos tan panchos, viendo como que nos sodomicen a base de políticas antisociales, restricciones ilegales o asfixiándonos económicamente, ya pareciera que no es lo peor que puede llegar a pasarnos llegado el momento.
Todos sabemos cómo funciona el sistema, ese mismo que unos pocos han montado a su libre albedrío para poder tenernos controlados a la mayoría
Hace unos años, muy habitualmente, escuchábamos de boca de políticos de turno una expresión célebre que, aunque en ocasiones no sirviera para nada, ahí quedaba latente en el subconsciente de todos sus votantes de cara a las siguientes elecciones: “Las líneas rojas intraspasables”.
Es cierto que tuvimos en aquel tiempo a algún que otro «profesional del gremio del discurso» que, de haber podido, hubiera llevado esta sentencia hasta el final. Pero claro, todos sabemos cómo funciona el sistema, ese mismo que unos pocos han montado a su libre albedrío para poder tenernos controlados a la mayoría, y posteriormente hacer lo que les plazca en favor de su propio beneficio.
Esta no es la cuestión realmente. Sabemos lo que tenemos en todos los ámbitos que conforman el espectro social actual y en España, particularmente, no es algo que haya sucedido por mera casuística. Para nada. Lo que disfrutamos es simple y llanamente el fiel reflejo de nuestra sociedad en forma de políticos, funcionarios o cualquiera de nosotros mismos, en la inmensa mayoría, independientemente de nuestro sexo, estatus social o profesión.
Antaño nos revolvíamos como un mal bicho panza arriba y luchábamos hasta las últimas consecuencias
Esto a estas alturas de la película es algo que deberíamos ya de haber asimilado y además aceptarlo con total naturalidad, ya que siglos de historia nos confirma de manera fehaciente que esto, casi siempre, fue así y avala el hecho casi de manera divina. Sin embargo, lo que no fue así, casi nunca, es precisamente nuestra tolerancia a que otros crucen nuestras líneas rojas, imaginarias e intraspasables.
Antaño nos revolvíamos como un mal bicho panza arriba y luchábamos hasta las últimas consecuencias. Además, llegado el momento, incluso éramos capaces de aparcar nuestras diferencias y lanzarnos en masa a por aquellos que pretendían pisotearnos y arrebatárnoslo todo. Esos mismos que pretendían intentar dejarnos sin voz ni libertad para ellos mismos, tener vía libre y poder hacer lo que le saliera de los mismísimos cojones.
Eso por desgracia parece que hace ya bastante tiempo que se terminó. Y con ello se largó la esperanza de intentar mejorar nuestra sociedad y poder mirar al frente con la cabeza bien alta, sabiendo que hicimos lo que pudimos, hasta las últimas consecuencias, por defender todo aquello en lo que siempre creímos.
Solo somos parte de unos engranajes generales que te derivan precisamente hasta esas situaciones, empujados por una sociedad carente de sentido común y empatía.
Y no me refiero a todos aquellos entes indivisibles, invisibles y sentimentales con los que el político de turno intenta agitar el enjambre, llámese país, patria o como queramos denominarlo, no. Hablo de nuestra libertad, en todos los planos existenciales. Nuestro derecho a decidir por esto o por aquello y en definitiva poder decir, con total tranquilidad, que tenemos bien atadas las riendas de nuestras vidas, o al menos haber hecho el intento de que esto se produzca.
Nuestras preocupaciones, por desgracia, son otras. Estas ya las conocemos casi todos también: tener el último smartphone, meternos a pagar letras de un coche mejor que el del vecino, o de una casa en la playa, aunque no lleguemos a fin de mes por ello y vivamos en un agobio perpetuo.
Sacar préstamos para irnos de vacaciones, financiar bodas, bautizos y comuniones y en definitiva mostrar al resto lo felices que somos y lo muy por encima que estamos de los demás, aunque en nuestro fuero interno sepamos que vivimos empadronados en una mentira constante. Pero no nos engañemos, no tenemos nada.
Solo formamos parte de unos engranajes generales que te derivan precisamente hasta esas situaciones, empujados por una sociedad carente de sentido común y empatía. Tan solo somos un rebaño de ovejas, cada vez más dócil, débil y ordenado, que un día decidió abrir las barreras que mantenían a salvo nuestras líneas rojas intraspasable, las mismas que ya no son rojas y las que hace mucho tiempo que se borraron por el discurrir de los intereses de unos y otros.