Echar la vista atrás, en ocasiones, se convierte en un ritual nostálgico donde traemos hasta nuestra memoria aquellos momentos que, de manera selectiva, marcaron nuestro devenir para siempre. En la mayoría de veces intentamos dilucidar aquellos en los que la vida nos fue piadosa y mantuvo apartado de nosotros el látigo de la realidad. Por otro lado, ese mismo con el que nos suele azotar de manera asidua, sin explicación alguna. Indudablemente, en otras, llegan hasta el imaginario secuencias que desearíamos olvidar para siempre en el tiempo que tardásemos en dar un chasquido de dedos.
De igual forma, en el transcurrir de nuestra existencia hay, lugares, personas, sensaciones, que quedan grabadas a fuego en nuestra retina y que, para bien o para mal, nos acompañarán para siempre, teniendo su parte de importancia en un alto volumen de las decisiones que iremos tomando en lo sucesivo. Quizás el sitio donde pasaste tu niñez, adolescencia e incluso madurez, es uno de esos aspectos clave que te marcan para los restos.
Allí es donde disfrutaste de tus primeros años, hiciste a los primeros amigos y creíste haber conocido a tus peores enemigos, aunque posteriormente, con los años, vas constatando que estabas plenamente equivocado conforme vas topando con la panda de canallas que se cruzan continuamente en tu camino. También jugabas hasta la extenuación, si es que esta lograba apoderarse de ti en aquellos momentos, y en definitiva te formabas como persona para luego intentar ser la mejor versión posible de ti mismo. O no.
Porque aquel lugar donde todo comienza también da lugar a sinvergüenzas, ladrones y gente de mal vivir. No todo el mundo tiene la suerte- como un servidor- de criarse en un buen entorno, a pesar de que la humildad estuviera presente en cualquier rincón del mismo. Tampoco todos atesoramos la misma actitud y en ocasiones, por mucho que los de tu alrededor intenten guiarte en el camino, es posible que te empeñes en ir en dirección opuesta, como si de un kamikaze te trataras y la autodestrucción fuera tu meta más ansiada en esta vida.
Si miro atrás puedo decir abiertamente que me siento afortunado. La calle Tomás Franco y en especial el número 8 de la misma fueron mi fuerte particular. Allí se moldearon mis principios, mis alas buscaron vuelo y encontré a grandes compañeros para recorrer aquel sinuoso camino que se presentaba cada día. Sentí de cerca el miedo, conocí de primera mano el amor y supe lo que realmente significa la palabra lealtad.
Aquella calle de apenas 50 metros de largo, escudada tras una vieja iglesia y su campanario centenario, me ofreció lo necesario para disfrutar de todo aquello que poseía, aunque en ocasiones no lograra ser consciente de ello. También para comprender y enfocarme en lo que deseaba y atisbar a base de golpes y desengaños lo que no.
En aquel lugar tuve a buenos amigos, esos que no hacían juntas con el interés, ni les preocupaba el qué dirán. Con los mismos que a lo largo de todos aquellos años entendería de primera mano lo que es la amistad verdadera y que hoy, mucho tiempo después, te los encuentras en cualquier lugar, pase el tiempo que pase, y te dan un apretón de manos con la mirada iluminada como antaño. Como si aquellos días fueran eternos y el acompasado ritmo de la vida no hubiera cambiado ni un ápice su rumbo, ni tampoco su destino final.
En aquella calle además tuve la suerte de estar junto a padres y madres, aquellos vecinos que me trataban como a un hijo más, que me protegían de la misma forma que a los suyos, pero a la vez me podían reprender por no actuar de manera conveniente. Los mismos que bregaban a diario para sacar adelante a sus familias, compartían lo que tenían y siempre estaban ahí para lo que fuera necesario.
Además, aquel lugar se convirtió en jolgorio desbocado cuando tocaba estar de fiesta, en silencio eterno cuando alguien querido nos dejaba, y en una paz y armonía reconfortante que nos embriaga a todos por igual para que la vida fluyera. Ahora echo la vista atrás y cuando paso por la calle Tomás Franco sigo sintiendo aquellas sensaciones y comprendo como la suerte se alió conmigo en aquellos días, aunque yo, en ciertos momentos, me creyera el ser más desdichado de la tierra.
Entiendo que todo aquello fue parte de un camino irreversible que transita solo en una dirección y donde únicamente el pasar de los años me ha hecho valorar todos los grandes momentos que pude pasar allí, rodeado de aquellas gentes en ese tiempo concreto y de infinito valor. Es probable que allí se guareciera la felicidad más pura, si es que existe en algún estado o forma, sin que apenas fuéramos conscientes de ello.
Y solo ahora, en este preciso instante, puedo alcanzar a discernirla, apoyada en el pico de aquella calle, saludando a los que por allí pasaron alguna vez y de algún modo formaron parte de esta historia. A la misma que en lo personal me trajo hasta aquí en volandas desde aquel sentido palpitar de sus gentes, esas que siguen presentes en cada rincón de aquella estrecha calle de nombre Tomás Franco y de apellido, Eternidad…