Tener animales en casa, por lo general, desemboca en unas rutinas de horarios impuestos como consecuencia de las costumbres que estos adoptan en cualquier faceta de su existencia. Ya sea comer, dormir, o “hacer popó”, todo en ellos nace de manera casi exacta e inexplicable a la misma hora, en su borboteo de vida interior. Y como todo en general, la cosa en sí tiene sus ventajas e inconvenientes. No me centraré en estos últimos porque quizás, para algunos, puede que este habituamiento constante no les ocasione molestia alguna en su rutina diaria.
Respecto a los pros que se dan por esta consecución de hechos, en mi caso particular está el de hacerte madrugar de lunes a domingo, algo que acepto con buen gusto, ya que me da la posibilidad de poder realizar algunas tareas que yo mismo me he habituado a llevar a cabo precisamente en las primeras horas de la mañana, como por ejemplo salir a montar en moto para despejar esta Mente Corriente que precisa de desconexión en ciertos momentos.
Otra buena razón que le da sentido a los madrugones es la de atesorar la posibilidad de escribir esta pequeña reflexión referida a otro asunto que nada tiene que ver con mascotas, aunque estas, de manera indirecta, sean las causantes de que yo, en cierto modo, haya terminado dilucidando una teoría así. Un razonamiento que entrelaza diferentes acciones, percepciones y sentimientos y que en definitiva y en su conjunto, me hacen entender que empiezo a tener una edad, y que “el camino que nos queda por andar, ya es más corto que el que llevamos transitado hasta ahora”, como suele decir uno que conozco y aprecio.
Conclusiones vitales fruto de las rutinas deportivas
Todo esto lo cuento porque esta mañana tras mi paseo matinal con los perros he decidido irme a andar un rato a una playa que tengo relativamente cerca; concretamente al paseo que une Santiago de la Ribera con Lo Pagan, lugar, por otro lado, que hace relativamente poco era igualmente el escenario principal de otra de mis reflexiones a razón de una “Ronda para tres, perro incluido”. Anteriormente, también he hablado de esta rutina y los beneficios que me otorga física y espiritualmente en “Paseo matutino, sonrisa de oreja a oreja”, mientras recorro el trayecto costero que lo lleva a uno desde Los Narejos hasta el pueblo de Los Alcázares.
Sin embargo, hoy, al igual que ya detallaba en este último artículo citado, y echando un ojo a los viandantes que han decidido salir a ejercitarse al mismo tiempo que un servidor, he empezado a entender a la perfección eso de empezar a tener “rutinas de viejo”. Esto no es otra cosa que realizar determinadas actividades a horas intempestivas en las que, a lo sumo, te encuentras con los barrenderos haciendo su ruta diaria de limpieza o algún niñato cargado hasta las trancas que se encuentra a medio camino entre la vomitera y el desmayo, sentado en un banco de ese mismo paseo.
Casi siempre acompañado de algún amigo o amiga que le sujeta la cabeza y le da ánimos a base de frases hechas como “venga que enseguida te vas a encontrar bien” o “bebe un poco de agua que así se te pasa antes”. Sabré yo de lo que va el tema… La cuestión es que, personalmente, tengo la percepción de que todo eso me queda ya muy lejano y ahora miro casi con asombro e incluso con desprecio estas actitudes, a sabiendas de que yo, en su momento, me bebía hasta el agua de los jarrones. Este es uno de los síntomas inequívocos de que te haces mayor, aunque cueste reconocerlo y amoldarse a la nueva situación vital que se instala en el interior de uno, para no volver a abandonarte el resto de tus días. O eso dicen los viejos…
El caso es, volviendo al meollo del asunto, que esta mañana a eso de las 7 de la mañana ya llevaba un buen trecho andado por el lugar citado, cruzándome únicamente a señores que ya habían pasado la sesentena ampliamente y alguna mujer de edad similar, aunque todos ellos en buena forma y caminando a paso ligero. Algunos de ellos con un transistor en la mano escuchando la radio. Los más modernos haciendo lo mismo mediante un teléfono móvil de aquellos primeros con botones y pantalla pequeña monocolor.
Además, luego hay un aspecto bastante curioso en todo este asunto de las rutinas deportivas y relacionado directamente con la indumentaria que visten en su mayoría estas personas. Ya saben, pantalones muy holgados, al igual que las camisetas, y generalmente ni lo uno ni lo otro tienen nada que ver con lo que conocemos como ropa deportiva propiamente dicha. Incluidas las zapatillas que calzan, que por lo general suelen ser sencillas y su diseño no está enfocado a este tipo de actividades. Incluso en muchos casos, estas son heredadas de nietos e hijos que han renovado el armario con la llegada de la “nueva temporada”.
Claro, viéndolos a todos ellos, que además te saludan con un gentil buenos días, a diferencia de la inmensa mayoría de gente de mi quinta o algo más jóvenes, que suelen ir como robotizados por la vida prestando únicamente atención a su smartphone de última generación, por momentos, empiezas a sentirte más en consonancia con esos que hasta hace bien poco catalogabas como “persona de edad avanzada”, que con mucha de la gente coetánea con la que te relacionas.
Es aquí donde las evidencias, de manera mezquina y a traición, atraviesan tu subconsciente, validando la idea de que vas a toda leche a estrellarte contra tu propia realidad fisiológica. Esta no es otra que, camino a las 44 primaveras y con la energía justa para pasar el día, ya nada o casi nada queda en mi interior de aquel joven que hace un abrir y cerrar de ojos creía ciegamente en la idea de que se comería el mundo y todo lo que hubiera dentro de este, si fuera preciso, para alcanzar este o aquel objetivo. Y ojo, no es algo que en exclusiva me pase a mí por ser más bien un flojo de manual. Para nada.
Recientemente, un buen amigo me exponía una idea similar a propósito de una charla que teníamos sobre el trabajo, las rutinas deportivas y esa interminable lista de exigencias a las que nos vemos sometidos a diario: “este es el primer año de mi vida que siento como me falta fuelle para terminar cada día”. En el conocido ensayo literario “La Sociedad del Cansancio”, de Byung-Chul Han, este detalla bastante bien este mal del siglo XXI que nos ha tocado vivir en nuestras carnes.
Y ojo, esto no quiere decir que nuestros padres y abuelos no anduvieran cansados en su cotidianidad, fruto de sus rutinas. Su cansancio, por lo general, era consecuencia del trabajo físico que desempeñaban en aquellas tareas laborales y cotidianas de su día a día. Por el contrario (y aquí es donde radica la principal diferencia entre ellos y nosotros), no estaban subyugados por las nuevas tecnologías y todo lo que deriva de ellas. Sin embargo, en nuestro caso, andamos instaurados en un mundo virtual que literalmente nos absorbe la energía. Además, nos vemos sometidos, como consecuencia de esta manera de vivir, a enfermedades mentales y neurológicas que terminan por agotar nuestras reservas vitales casi de manera literal.
Asi que, llegados a este punto y mirando a esas personas mayores con las que comparto mis rutinas deportivas matinales, me importa entre cero y nada terminar usando ropa de deporte que nada tiene que ver con este. Tampoco calzando las zapatillas de mis ¿sobrinos?, y con un cacharro vetusto entre las manos escuchando alguna emisora de radio en la que critiquen a “azules” o “rojos”, según les financien los unos o los otros. Eso sí, espero que mis paseos matutinos sean fruto de tener que sacar a mis perros, esos de los que tanto me quejo a veces, y, sin embargo, siento un medio atroz a perder algún día.