En la actualidad afirman algunas estadísticas emitidas por organizaciones relacionadas con la salud que, al menos, 1 de cada 20 personas en el mundo padece depresión en estos momentos de su vida, o lo que es lo mismo, el 5% del total de la población. Y a decir verdad, viendo el panorama general, diría que esa medición global se me antoja incluso corta a tenor de las conductas que adoptamos buena parte de nosotros en nuestro día a día, fruto del malestar generalizado en el que andamos instaurados desde hace ya demasiado tiempo.
Más allá de los propios números está la parte empírica del asunto, esa que se termina viviendo cuando uno se ve sometido, por los motivos que sean, a una enfermedad mental de este tipo. Porque, más allá del cuadro clínico que se pueda presentar en según qué momentos, quizás el peor trago reside en el estigma social producido por la realidad cotidiana que nos rodea y las consecuencias, en ocasiones irreparables, que terminan por pasarnos una dura factura tras un largo deambular mental y espiritual.
Nadie o casi nadie, en prácticamente ninguna situación, solemos atisbar la lucha interna que buena parte de las personas con las que compartimos nuestra cotidianidad, batallan de manera continuada en lo más hondo de su ser. Ese desasosiego interior que por momentos se transforma en una verdadera contienda de gigantes imaginarios que arrasa allá por donde pasa, dejando un profundo hastío dentro de un infinito mar de soledad.
Un ahogo continuo que, de manera casi automatizada, enmascaramos tras un rostro que para nada refleja nuestra realidad interior. Sobre esto último vi no hace mucho tiempo una publicación en una famosa red social, donde se podía ver a una reluciente manzana delante de un espejo. Este último le devolvía la misma imagen al verde fruto. Sin embargo, desde una vista ampliada se mostraba claramente como esa misma manzana lustrosa, por una de sus partes, estaba literalmente podrida en la zona posterior.
Esta paradoja visual nos deja claro que no es ”oro todo lo que reluce” y que en ocasiones la imagen que tenemos de esta o aquella persona, por el simple hecho de verla actuar de manera desinhibida, puede ser simplemente una careta a medida que esta última emplea cuando está en público. Otra cosa bien distinta es su vida y forma de proceder cuando nadie mira.
De ahí que, de vez en cuando, escuchemos que fulano o mengano se ha suicidado y que sus seres queridos, amigos y conocidos no den crédito a la noticia…”Si parecía una persona normal… No tenía problemas de dinero… Estaba felizmente casado”, etc. Quizás todo eso era cierto, pero en su fuero interno había algo podrido, como en la historia de la manzana. Un algo, por otro lado, que nadie o casi nadie detectó a tiempo y que, ahora, ya es demasiado tarde para poder intentar ayudarlo o simplemente comprender el porqué de esa situación que lo llevó a ese trágico e inesperado final.
Es por ello que deberíamos de aprender a dejar de juzgar al que tenemos en frente. Ponernos en su pellejo cuando el viento no sopla a su favor y en definitiva no hacer leña del árbol caído. Entre otras cosas, porque en algún momento, por más que nos creamos intocables, podemos terminar siendo árbol, incluso leña que posteriormente termine ardiendo en la hoguera de la eternidad sin que nada ni nadie la eche en falta.
La vida, por suerte y en ocasiones por pura desgracia, da muchas vueltas, al punto de que podemos llegar a marearnos y perder totalmente el rumbo. Porque por mucho que creamos poder moldear nuestro destino en función de según qué conductas adoptemos, esta idea equivocada suele desbaratarse antes o después con el correspondiente baño de realidad. Incluso, llegado el caso, las caídas terminan siendo repetitivas, aunque no alcancemos a encontrar un porqué coherente.
Entonces, cuando esa lucha invisible de gigantes liquida todo aquello que dábamos por sentado, probablemente solo querremos una cosa en este mundo; la comprensión de aquellos que suelen estar a nuestro lado y sobre los que siempre tuvimos la creencia de que serían un punto seguro al que agarrarnos fuerte para evitar hundirnos en el lodazal existencial. Es probable que en primera instancia muchos de ellos no se percaten de nuestra batalla espiritual, por eso es importante que no terminemos como la manzana, reluciendo ante ellos cuando todo se derrumba en la trastienda vital que nadie ve.
Quizás así podamos detener ese conflicto interno y que todo vuelva a ese equilibrio tan deseado y en ocasiones tan sumamente frágil. No es fácil, pero tampoco imposible. Las guerras nunca se ganaron en dos días, pero las penas y los males no suelen durar 100 años. Debemos mostrarnos cómo somos realmente en todo momento y solo así podremos encontrar la tabla salvavidas que tantas veces hemos buscado en este infinito océano de indiferencia y soledad.