El pasado domingo se celebraba el último día de las fiestas patronales del pueblo, donde resido desde hace más de dos décadas. A decir verdad, llevo más tiempo viviendo en él que en cualquier otro, por lo que casi ya se me podría dejar de considerar un foráneo. Sin embargo, aún hay cosas en las que sigo sin establecer un lazo de unión al uso, como por ejemplo participar en el citado evento, algo casi sagrado en la cultura popular del lugar, al igual que ocurre en miles de localidades de nuestro país.
En cualquier caso, el punto y final de más de una semana de extenuante fiesta y actos lúdico-festivos lo hacía, como lo ha hecho siempre, con la gente harta de tanto jolgorio, de tanta comida y de tanto follón. Tengo esta opinión sobre el festejo, y en particular del final del mismo, porque precisamente hace unos años acudí a comer en el último día de las fiestas patronales, previa invitación de unos amigos, a una de las barracas o casetas, o como queramos denominarlas, de las que se montan en el recinto destinado para tal fin.
Allí, si uno se queda observando al personal y pone algo de atención al murmullo continuo que hay, se da cuenta de que la gente que participa en el evento, a esas alturas de la película, está hasta los mismísimos de la verbena. Lo ves en sus caras, en sus acciones, en el ritmo que llevan. Ya no hay ese cosquilleo interior del primer día, tras haber esperado once meses de calendario para volver a los festejos. Más bien hay un sentimiento contrariado, mezcla de saber, por un lado, que la fiesta se acaba y que además tendrás que esperar otro año para volver a ella. Para rematar la exasperación, en la mayoría de los casos, a estas horas que yo tecleo estas líneas, están preparándose para su regreso al trabajo en apenas unas horas, con la consiguiente vuelta a la rutina.
En cualquier caso, como comentaba al inicio, un año comiendo en una de estas verbenas populares estuve, además de muy bien atendido y alimentado por los anfitriones, entretenido de la ostia, escuchando como algunos de ellos se quejaban amargamente de algunas cosas. Otros criticaban a fulano o mengano porque simplemente no estaba allí atendiendo a sus obligaciones. La que estaba sentada en frente mía ponía los puntos sobre las íes y muchos peros a todo aquello que en los últimos días, y según se expresaba ella misma: “no le había hecho ni puta gracia”… La verdad, y para ser honestos, no tenía cara de ser muy jovial. En definitiva, cada uno daba su visión de cómo le había ido la feria, y nunca mejor dicho.
«Es que ha faltado comida», se quejaba un integrante de la peña que parecía un armario empotrado, y además lo hacía amargamente como si no hubiera comido en los últimos días: «No puede ser que sobre bebida alcohólica y falte comida, que ya no somos unos críos ostias. A ver si ahora va a resultar que tenemos 20 años y que hay que estar aquí todo el día borrachos y por eso llenasteis los estantes de botellas…» Asi lo exponía, aunque claro, nunca llueve al gusto de todo el mundo porque, a la vez que este aludía a su presunta hambruna perpetua a lo largo de los ocho días de fiesta patronales que se había pegado, otro ponía su reclamación particular en la otra punta de la barra por la falta de cerveza fría «a go go.»
Además, luego hay otro hecho importante en el asunto y que hace que todos aquellos que se quieren mucho que te rilas al inicio de esos días festivos, terminen recriminándose esto y aquello con el pasar de los mismos. Hablo de la organización interna de la propia asociación o peña. En ella se determinan los turnos para hacer comidas y cenas, fregar platos, sacar basura o encargarse de poner música para ambientar el garito. Pero claro, los escaqueados están en todos los sitios y la mayoría de los que por allí pasan no son tontos. Asi que terminan tirándose a la cara cosas como por ejemplo si «yo he cocinado mejor o he limpiado más que tú». Y viceversa.
En definitiva, una muestra a escala reducida del funcionamiento de nuestro país donde, incluso estando en fiestas, terminamos, en ocasiones, hasta los mismísimos huevos de todos aquellos con los que supuestamente íbamos a pasar unos días de jolgorio y diversión. La imagen general de nuestra sociedad llevada a unas simples fiestas patronales de pueblo, que no son más que el fiel reflejo de lo que acontece en estratos superiores de la misma. El año que viene más y mejor si Dios quiere o los peñistas deciden aguantarse una temporada más.