Lo hablaba con un buen amigo durante el transcurso de un almuerzo a razón de las ventajas e inconvenientes de ir entendiendo, de algún modo, la forma en que gira el mundo a nuestro alrededor; conocer de manera paulatina los mecanismos sobre los que se desarrollan los asuntos más relevantes que afectan a nuestra existencia, y por ende nuestra capacidad de alcanzar la ansiada felicidad, haciéndonos además responsables de las consecuencias directas de nuestros actos. En definitiva, afrontar lo que va aconteciendo, intentando aplicar a su vez la dosis adecuada de experiencia, madurez y templanza.
Es por ello que, llegando al final de esta charla tan productiva, entendí, al igual que ya lo hicieron otros antes, que, a mayor nivel de conocimiento, menores son las posibilidades de lograr ese ansiado estado de felicidad que tanto anhelamos a lo largo de nuestro discurrir por este mundo. Además, volvía a amarrarme a aquella célebre reflexión de la escritora londinense Virginia Woolf, en la que definía de manera certera esta idea cuando argumentaba que:
“Hay un tipo de tristeza que viene de saber demasiado, de ver el mundo como realmente es… Y en ese entendimiento, hay una profunda soledad, una sensación de estar aislado del mundo, de otras personas, de uno mismo.” Sin duda una conclusión poco baladí que logra poner en contexto la de un servidor sobre esta misma idea acerca de la felicidad y el conocimiento.
El conocimiento y la felicidad como factores de una misma ecuación
Quizás aquello de que “en la ignorancia reside la base de la felicidad” es una perspectiva demasiado radical a este respecto, pero sí que sustenta una base sobre la que poder profundizar en torno a los inconvenientes derivados del conocimiento. Porque si bien es perjudicial ser un ignorante maleable al son de aquellos que ostentan la batuta de mando, es igual de malo ser un esclavo de la tiranía del conocimiento extremo.
Es precisamente el punto intermedio entre ambos extremos en el que quizás uno cohabita de manera más serena y estable ante las vicisitudes que nos presenta la vida en forma de problemas cotidianos a todos los niveles. Podemos y debemos de conocer los entresijos de lo que conforma nuestra realidad cotidiana, para estar en disposición de las herramientas necesarias con las que batallar ante esos inconvenientes e imprevistos que se nos presentan de manera continua en nuestro día a día.
Un ejemplo sobre este respecto y el no saber marcar esa línea imaginaria se presenta de manera clara cuando cruzamos la barrera que delimita “el ser simpatizante de algo” del “formar parte de ese mismo propósito”. Además, solemos terminar siendo esclavos de nuestras propias palabras e ideas. Esto es tan sencillo de comprobar cuando reflexionamos sobre aspectos tan de actualidad como la afiliación política con la que simpatizamos.
En la mayoría de las veces que a alguien se le pregunta sobre esta cuestión suele terminar diciendo “Yo soy del PP” o de Podemos o de VOX… Da igual el partido. Solo hay que quedarse con la esencia de la propia idea. Algo parecido ocurre con otros temas de relevancia como el deporte; “Yo soy del Madrid”… ¿No sería más sencillo y prudente hacer mención de estas ideas con un “yo sigo” o “simpatizo con este o aquel” lo que sea o quien sea?
Aquí es donde podemos comprobar de primera mano la diferencia palpable entre una cosa y otra. Diferenciar él “estoy en sintonía con” del “soy parte de”. Y es en ese grado de implicación, en esa exigencia de amparar, proteger y divulgar una idea, un credo o una razón, la que nos obliga a conocer en profundidad esto o aquello por lo que abogamos. Generalmente, terminamos siendo conscientes en última instancia de todos aquellos aspectos negativos que conforman el propio paradigma, dándonos un baño de realidad más pronto que tarde.
Sin embargo, cuando nos mantenemos distantes del núcleo principal del asunto en concreto, podemos transitar sobre un espectro existencial más amplio y menos restringido, sin tener que estar sometidos a la obligación de un conocimiento pleno y por ende a soportar una carga emocional constante. De algún modo podemos valernos de esas ideas con las que simpatizamos, pero sabiendo trazar la línea correcta entre lo que es bueno o no para nuestros propios intereses.
Inmiscuirse de manera profunda en la densa amalgama de aspectos que conforman el saber necesario para llegar al fondo de cualquier cuestión, requiere de una serie de condiciones mentales y espirituales que no están al alcance de la mayoría de nosotros. Es por ello que infinidad de personas dotadas de un intelecto superior viven asediadas por un sentimiento amargo que nace precisamente de esa capacidad de aglutinar conocimientos de manera desaforada, quedando expuestos, sin paños calientes, ante la realidad manifiesta en la que vivimos.
Incluso, en ocasiones, no logran activar aquellos mecanismos interiores con los que poder defenderse ante tal maremágnum vital. En conclusión, el saber sí que ocupa lugar, además de tiempo y sacrificio. Así mismo se va adueñando de aquellos resquicios de paz y serenidad que hasta ahora existían precisamente por el desconocimiento de según qué asuntos, muchos de ellos totalmente prescindibles en nuestro día a día.
Al vernos enfrentados a estos, de poseer los conocimientos adecuados, es probable que terminemos siendo un poco más sabios, y en el mejor de los casos podamos salir indemnes a la hora de afrontarlos de manera directa si así se tercia la situación. Sin embargo, a cambio de ello, nuestra mirada sobre ese mundo que nos rodea, fruto del propio entendimiento, saber y conocimiento, va sustituyendo la proyección de nuestra luz interior por un sombrío reflejo del mismo.
Entre otras cosas, porque solemos perder en el proceso la capacidad de sorprendernos, emocionarnos y en el peor de los casos, de encontrar esos pequeños resquicios, en forma de tiempo y situaciones, donde supuestamente habita esa ansiada felicidad. Es indudable que para prosperar, avanzar y ser mejores personas debemos atesorar la dosis necesaria de conocimiento.
También es igual de cierto que es imprescindible encontrar el equilibrio idóneo entre este y nuestra voluntad de ser felices haciendo uso de aquellos mecanismos que nos sean útiles para ello, incluyendo el de no crearnos falsas expectativas con nada ni con nadie y siendo conscientes tal y como afirmó en su momento Isaac Newton que “lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano”.