UMC

El gato de mi vecina

En los últimos siete años hemos realizado nada menos que tres mudanzas. Todas ellas propiciadas por el simple hecho de cambiar a una casa mejor, en términos de espacio, confort o zona. Bueno, esto no es del todo cierto.

De la última en la que vivimos, a la actual, el motivo fue tener como vecinos a un matrimonio inglés un poco amargado que transmitían su malestar en forma de acciones cuanto menos poco deseables, y algo cuestionables, contra la vecindad. A las primeras de cambio que hubo oportunidad, nos largamos de allí, tras apenas un año en el lugar, y mandamos “al Richard y la Cristi” por donde amargan los pepinos.

Pero yo no quería hablar en estas líneas de mudanzas. Tampoco de vecinos toca pelotas o anécdotas varias asociadas a cualquiera de los términos anteriores. Venía a comentar lo curioso que han sido todos estos cambios de domicilio por tener un denominador común en cada uno de ellos: Un gato.

Aunque en ocasiones, como en la segunda vivienda en la que estuvimos cosa así como un año, no fue uno, sino dos los mininos que, desde que llegamos a la casa, se dejaron caer por allí un día sí y otro también en busca de un poco de atención.

“¡Tiger, Tiger! ¿Dónde estás bonito?” Pero Tiger, supongo que descojonado bajo algún coche, sobre algún tejado o zumbándose a la siamesa del vecino, ladea la cabeza pensando “bonita tu madre y a mí no me metes en tu mansión a tres metros bajo el cielo.”

Ahora, llevamos cinco años instalados en la casa donde vivimos actualmente y desde prácticamente el primer día nos tropezamos con un misino que a priori parecía afable, pero que luego ha resultado ser un hijo de puta con todas las letras, o número de chip, si es que lo lleva puesto.

Y no es que yo crea que un animal puede portar maldad alguna, para nada. Simplemente, los hay más sociables y los hay, como en el caso de Tiger, así se llama según mi vecina de en frente y propietaria del peludo, aunque yo lo llamo de mil maneras, menos de ese modo, un poquito cabrones y desagradecidos.

Pero me hago cargo de que es un gato y de que se pasa la mayor parte de su vida en la calle, eso sí, porque le sale de sus huevos morenos. Mi vecina lo llama desde lo alto de la escalera que da acceso a un enorme piso de 30 metros de fachada al grito de “¡Tiger, Tiger! ¿Dónde estás bonito?” Pero Tiger, supongo que descojonado bajo algún coche, sobre algún tejado o zumbándose a la siamesa del vecino, ladea la cabeza pensando “bonita tu madre y a mí no me metes en tu mansión a tres metros bajo el cielo.”

La cuestión es que el pequeño cabroncete se pega los días deambulando por la urbanización, atizándole a todo gato que osa entrar en sus dominios y buscando constantemente, supongo, a quien le ofrezca de comer algo que sea diferente al pienso que le suministra su dueña. Y aquí es donde entro yo, hombre blandengue de manual, donde los haya, como diría el inigualable José Luis Cantero Rada, más conocido como “El Fary”.

Antes me echa una mirada poco amistosa en la que me avisa de sus intenciones poco benévolas si me excedo en tiempo y forma con los mimos.

Lo hago a modo de hermanita de la caridad que se preocupa a diario por un gato chulesco y desagradecido. Porque, cada vez que levanto la persiana de la puerta de la cocina que da al exterior, está allí para que le eche un puñado de galletas rellenas de las que le damos a nuestra gata Gregoria, inicialmente Gregorio, Goya para los amigos.

El tema se me ha ido de las manos, porque además hay algo dentro de este asunto que es aún más surrealista y que pone de manifiesto que no tengo amor propio alguno, en ocasiones, y si de bichos de cuatro patas hablamos, que no a cuatro patas, no se me malentienda. Resulta que el amigo Tiger, aunque yo lo llamo Gregorio, Rigoberto o cabrón a secas, dependiendo de la ocasión y como me pille de humor, no se deja tocar bajo casi ningún pretexto.

Únicamente, cuando espera en el portal de la puerta de la cocina, y percibe que le voy a colocar la comida, es cuando me permite que le pase la mano por su peluda cabeza. Sin embargo, antes me echa una mirada poco amistosa en la que me avisa de sus intenciones poco benévolas si me excedo en tiempo y forma con los mimos.

“Vecino, a ver si te paso un saco de pienso que el gato ya pareciera que fuese tuyo”

Fuera de este ritual cotidiano, que suele repetirse dos o tres veces cada día, no hay manera de tener contacto físico con él, ya que al más mínimo intento suele responder en forma de gañafada. Asi que formalmente Tiger y yo tenemos un trato: Yo te doy de comer algo y tú a cambio me dejas acariciarte unos segundos.

Yo me siento compensado con el acuerdo y él, de momento, también parece que ha aceptado los términos del mismo. A mi vecina, ni idea de que opina sobre el tema. Solamente se limita a decirme de vez en cuando, consciente de la situación diaria que se da:

“Vecino, a ver si te paso un saco de pienso que el gato ya pareciera que fuese tuyo”. Aquí sigo esperando el pienso, o que Tiger, Rigoberto o Gregorio, según el día, una mañana decida no volver más y de por finalizada nuestra extraña relación cargada de intereses por ambas partes.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio