En la primera parte de este artículo abordábamos, entre otras cuestiones, las razones de por qué el exceso de positivismo se ha convertido en uno de los principales problemas existenciales que en la actualidad asolan a nuestra sociedad. En esta segunda entrega intentaremos poner el foco de atención en los datos que confirman esta teoría, la importancia de conocer nuestra historia para comprender y atajar esta situación y como la solución, en ocasiones, solo depende de nuestra actitud ante la vida.
Las cifras hablan por sí solas
Las cifras son quizá la mejor muestra de cómo esta sociedad está sumida en un falso positivismo que termina mutando en justamente lo contrario. Prueba de ello es por ejemplo el incremento del fracaso escolar, las personas diagnosticadas de patologías relacionadas con trastornos mentales (depresión o ansiedad) o como el número de suicidios ha ido creciendo en los últimos años. Es innegable que uno de los aspectos causantes de tales estados vitales, y sus consecuencias, es el mencionado exceso de positivismo.
Sobre lo primero, y según los datos oficiales, actualmente “un 13,9% de personas de 18 a 24 años no ha completado la segunda etapa de educación secundaria (FP de Grado Medio, Básica o Bachillerato) y no seguía ningún tipo de formación.” España lidera la eurozona en este aspecto, fruto de sus infumables planes de estudio. Eso unido a leyes que establecen, por ejemplo, que “se eliminan las notas numéricas y se podrá pasar de curso sin límite de suspensos”, puede darnos una idea de cuál es el rumbo que ha tomado nuestra sociedad de unos años a esta parte.
Bajo el paraguas de que “nadie se quede atrás” se le da el mismo valor a aquel alumno mediocre, incapaz de superar las exigencias mínimas del temario, que al que demuestra si hacerlo, ya sea a base de trabajo y constancia o por pura capacidad intelectual. Otras decisiones, como eliminar la materia de filosofía en la etapa de educación secundaria, son la puntilla final a este despropósito académico.
Y si nos damos cuenta, todo gira en torno a la misma premisa; hacerles creer a los alumnos, desde bien pequeños, que vivimos en un mundo de luz y color. Que para lograr alcanzar nuestras metas no hace falta un mínimo de formación y por supuesto alentando además a que esto ocurra. Sin embargo, todo forma parte de un plan mucho mayor, y este no es otro que conformar una sociedad débil y maleable, donde el individuo no posea las herramientas necesarias para poder enfrentarse a esos mismos poderes que durante años lo han puesto en el camino equivocado.
Crear simples peones de trabajo (en el mejor de los casos) y por supuesto redes clientelares de votos, también es parte de la implementación de ese falso positivismo inicial que termina por convertirse en una desidia manifiesta a todos los niveles. Eso, marinado con el chorreo constante de ayudas económicas en forma de subsidios y la implementación de leyes redactadas sobre una base de discriminación positiva en favor de ciertos sectores de la población, conforman finalmente un círculo oscuro y sin futuro donde habitan una ingente cantidad de personas.
Sobre este escenario, el capaz, el comprometido, el eficiente y en definitiva todo aquel que no ha sido impregnado por ese sentimiento de falsa positividad y sometido a una manipulación constante, se queda fuera y es mirado con desprecio por aquellos que están amparados por la quebradiza seguridad que ofrece el sistema, siendo plenamente conscientes, además, de su debilidad y desventaja frente a los primeros si no logran mantenerse en esa posición de privilegio.
La historia se vuelve a repetir
Todos aquellos que por fortuna nos interesamos por la historia a lo largo de nuestras vidas conocemos en mayor o menor medida las causas principales por las que, en el transcurso de los siglos, han ido cayendo, uno tras otro, todos aquellos imperios que se fueron conformando con anterioridad. Generalmente, como consecuencia del uso de la violencia por parte de pueblos sin miedo a la lucha, sed de venganza y ganas de alzarse con la victoria.
Quizás el derrocamiento del Imperio Romano está hoy nuevamente, más que nunca, en boca de mucha gente. La razón no es otra que las similitudes que podemos encontrar en la sociedad que lo conformó en sus últimos años, con la nuestra actual. Grandes conflictos políticos, sociales, económicos y educacionales, se daban cita entonces y lo hacen en nuestros días. De igual forma, aquellas gentes también se creían intocables sin sospechar que, antes o después, terminarían siendo reemplazados por otras civilizaciones mucho más preparadas para afrontar con éxito cualquier reto o vicisitud.
Sin embargo, uno de los puntos que quizás nunca se ha analizado sobre este hecho era precisamente ese exceso de positivismo impregnado en el manto social de la época, donde todo valía y donde además la gente siempre andaba entretenida a base de pan y circo. Ahora tenemos a los medios de “desinformación” y los políticos de medio pelo encargados de realizar esas mismas labores, pero adaptadas a las necesidades y exigencias de los días que corren.
Una vez más ese exceso de confianza y positivismo nos lleva por la misma senda que en su día condenó a la caída al todopoderoso Imperio Romano. Creer que lo podemos todo con solo quererlo o desearlo, no basta. Dejarnos engañar por cantamañanas, embaucadores profesionales y lobos de dos patas sin escrúpulos, es firmar directamente nuestra sentencia de muerte. Ya sea metafórica o, en el peor de los casos, literal. No entender que nada es gratis, que las expectativas suelen tornarse falsas o que nuestra actitud no puede dejarse adormecer por ese falso positivismo, es poco menos que un suicidio vital ante los envites de la vida presentes y futuros.
La solución al dilema vive en nuestro interior
Nada, absolutamente nada, depende de nosotros mismos, salvo una sola cosa: Nuestra actitud ante la vida. Podemos aferrarnos a las ideologías imperantes creyéndonos a salvo del desastre por estar bajo el paraguas metafórico de sus dogmas de fe. También tenemos la posibilidad de coger las riendas de nuestra vida intentando poner orden a este transitar constante, haciéndonos valer del equilibrio vital que ofrece el sentido común, por otro lado, “el menos común de los sentidos”.
Esto último puede llegar a darse fundamentalmente si conseguimos ser conscientes de los entresijos que conforman la sociedad y tenemos la capacidad de regular convenientemente el nivel de positivismo que debemos aplicar en todo momento, sin dejarnos llevar por la desidia colectiva que suele empañar el enfoque real de las cosas que acontecen. Es de máxima prioridad poner en valor lo que significa el esfuerzo y la constancia, en cualquier ámbito cotidiano. Nada llega porque sí, ni tampoco se esfuma por la misma razón. Nosotros formamos parte de los engranajes que abren o cierran las puertas que intentamos atravesar una y otra vez en búsqueda de nuevos retos y objetivos.
En definitiva, atesorar un cierto grado de positivismo debe ser una cualidad, no una forma de vida supeditada a las decisiones de terceros. Estar en manos de aquellos que nos prometen el maná, sin tan siquiera saber lo que ello significa para cada uno de nosotros, es vivir abocados a un fracaso constante donde jamás podremos sentirnos valedores de nuestra historia personal, quedando en manos de estos últimos a merced de sus propios intereses e incluso, llegado el momento, sin tan siquiera tener opción a réplica.