Las mañanas de sábado pueden pasar, de monótonas y aburridas, a revolucionadas e indignantes en una fracción de segundo. Más bien en unos minutos, los que transcurren desde que veo correr a una señorita con aspecto poco afable empujando un carrito de bebé y un minuto y medio después aparecer por la esquina de la calle una anciana nonagenaria intentando darle caza. Todo ello después de que la primera le hubiera robado el bolso con 40 euros en el mismo descansillo de su edificio.
Evidentemente, a estas alturas del drama la supuesta ladrona había tomado las de Villa Diego, corriendo como lo haría el más profesional de los atletas, aunque el motivo de esta última no fuera deportivo, ni tampoco demasiado ético. Lo más que pudimos hacer en ese momento de confusión, mi madre y yo, fue intentar tranquilizar a la pobre señora para acto seguido llamar al 092.
«Se me ha metido en el recibidor del edificio y cuando me he girado ya me había cogido el bolso y huía por la puerta a toda leche», nos comentaba la pobre mujer con tono fatigado y apesadumbrado a partes iguale.
Así está el patio, aunque a decir verdad nunca dejó de estarlo, ya que escoria de este tipo circula a su libre albedrío por la mayoría de ciudades de relativa importancia dentro de nuestro país. Si además se une el hecho, más que probable, de que estamos hablando de una poli toxicómana de la zona, la combinación de los diferentes factores da como resultado unos hechos del cariz que cuento.
“Es que el ataque ha sido machista y hetero patriarcal, porque si en lugar de una ladrona, este hubiera sido varón, no sabemos si el afectado se hubiera ensañado con tanta violencia al darle caza y coserla a ostias de arriba a abajo”
Luego viene la segunda parte de la historia. Esa en la que llamas al 092, y desde que termina la conexión telefónica, hasta que alguien hace acto de presencia en el lugar, han pasado casi veinte minutos. “Como para estar muriéndome”, le espeta la señora a sendos “Madelman” trajeados con la indumentaria de la Policía Nacional. Estos no muestran el más mínimo rubor, dando por hecho que comentarios así, hacia su persona, van en el sueldo y que el que tenga prisa que corra, algo que ya hemos asumido como parte del proceso en la mayor parte de los casos.
Llegados a este punto, y habiendo contado lo que había visto, le digo a la perjudicada del asunto que me marcho, que se queda en buenas manos. Sin embargo, queda dentro de mí un sentimiento de vacío y desasosiego difícilmente explicable, ya que esa señora podría ser mi madre y mi reacción ante el tema hubiera sido otra bien distinta. Luego vienen «las madres mías», los sucesos de telediario y una horda de expertos, sin oficio ni beneficio, dando su opinión en un plató de televisión. Me los imagino y se me hincha la vena gorda del cuello.
“Es que el ataque ha sido machista y hetero patriarcal porque, si en lugar de una ladrona, este hubiera sido varón, no sabemos si el afectado se hubiera ensañado con tanta violencia al darle caza y coserla a ostias de arriba a abajo” y cosas del estilo. Porque claro, siempre hay que darle ese trato de favor, complicidad y amnistía al que delinque. Al afectado que lo jodan, siempre y cuando la madre, abuela o esposa no sea la nuestra, porque si no la torna se invierte de manera inequívoca.
Y así nos va. O mejor dicho, nos viene. Porque todo lo que ocurre actualmente es el resultado de una justicia de pacotilla, una sociedad anestesiada y en definitiva un coño de la Bernarda como la cabeza de un miura, que es básicamente como tenemos el país y todo aquello que lo circunda en cualquiera de sus estamentos.
A la pobre señora con 91 primaveras, ahí es poco, solamente le han robado 40 euros y la sujeta en cuestión lo hizo con más o menos técnica, dando muestras de que no es nueva en el oficio. En otras ocasiones la cosa se da de manera bien distinta y la víctima termina con magulladuras, algún hueso roto y un susto en el cuerpo difícil de quitar a esas edades.
Soluciones pocas y formas de intentar atajar este tipo de cosas, menos. Salvo que en este circo parisienne en el que vivimos, a modo de decorado, todos los que asistimos a esta función cada vez más caótica digamos “hasta aquí”. Porque si de aguantar se trata, nadie como el español lo sabe hacer mejor. Otra cosa es que se nos cruce el cable y entonces corra la sangre como cuál matanza porcina un domingo cualquiera. Luego vendrán las citadas madres mías, pero es que sin estas raras veces ha cambiado algo en este mundo tan frío y hostil.