Escuchaba atentamente hace unos días un pódcast en YouTube en el que sus protagonistas hablaban sobre la importancia de las nuevas tecnologías en el ámbito de la información y las comunicaciones. No está mal eso de intentar captar conocimientos referidos a aquello que te da de comer, aunque tu categoría profesional sea la de un simple “ayudante de redacción”.
El caso es que el tipo que impartía la masterclass avisaba de que, en un futuro no muy lejano, la mayor parte de los redactores y copywriter que actualmente copan el sector deberían de ir haciéndose a la idea de que, más pronto que tarde, tendrían que buscarse un nuevo empleo. Básicamente, porque las tareas que ellos realizan en estos momentos, muy pronto las hará un programa de ordenador gestionado por una potente IA.
Imagínense la cara y el mal cuerpo que se me puso en ese preciso instante cuando, sintiéndome parte de ese grueso de «aporreateclas» sin futuro, estaba asistiendo en primera persona a mi próximo despido laboral. De hecho, me puse incluso en situación, recreando la escena en la que mi jefe de departamento me decía; “Jorge, estamos muy contentos con la actividad que desarrollas en nuestra empresa, pero ya no precisamos de tus servicios. El nuevo «8G Proaction Plus I.A. 20-30» puede realizar 100 artículos diarios, editarlos, enmaquetarlos y posteriormente publicarlos sin la supervisión de nadie. Como comprenderás tu labor en esta empresa ha pasado de ser esencial, a intrascendente….”
Indudablemente en un primer momento, intentando salir del shock inicial, pensé; “tengo que realizar, al menos, 100 cursos del estilo que ofrece este vendehúmos del pódcast”. Sin embargo, recapacitando un poco después, entendí que aquí no solo hablamos de un aspecto meramente profesional. El kit del asunto es que, más allá de lo útiles, o no, que podamos ser laboralmente hablando en un futuro, parece que nadie se ha parado a pensar en qué ocurriría si millones de personas pasáramos de ser parte de la cadena que mueve el mundo, a simples seres vivos intrascendentes para el funcionamiento del mismo.
Y quizás aquí es donde reside la esencia del problema de magnitudes épicas al que podríamos enfrentarnos en apenas unos años. Sencillamente, porque las personas necesitamos ser parte de algo para darle un sentido a nuestra existencia. Más de uno estar pensando, “yo me ofrezco voluntario para dejar de trabajar mañana mismo” y es posible que haya gente que lograra adaptarse a vivir sin la necesidad de sentirse productivo o relevante dentro del plano social, económico, etc.
Sin embargo, esta tendencia, casi con total certeza, sería la menos extendida en una sociedad donde las personas dejáramos de ser necesarias para el funcionamiento y devenir de la misma. La mayor parte de la población podría estar una temporada sin obligaciones varias como las que sí suelen tener en estos momentos. Pero, pasado un tiempo, todos y cada uno de nosotros sentiríamos que nos hemos convertido en seres irrelevantes e intrascendentes a todas luces.
En el libro “El hombre en busca de sentido”, obra del conocido psiquiatra austriaco Viktor Frankl, este explica de una manera magistral como su paso por un campo de exterminio nazi lo obligó a buscar un sentido a su vida cada día, con la lúcida intención de no terminar volviéndose, literalmente, loco. Intentando además no caer en la tentación de rendirse ante aquella barbarie que por desgracia para él y los suyos les tocó vivir.
Dentro de la obra podemos encontrar reflexiones varias, con respecto a lo que estamos tratando, en el que el propio Frankl avisaba ya entonces de lo que puede ocurrir si nuestra vida carece de un sentido vital constante. El mismo afirmaba, por ejemplo, que “la vida no es principalmente una búsqueda de placer, como creía Freud, o una búsqueda de poder, como enseñó Alfred Adler, sino una búsqueda de significado”. También nos advertía de que “cada uno tiene su vocación o misión específica en la vida; cada uno debe realizar una tarea concreta que exige cumplimiento” y hacía hincapié en el hecho de que “cada vez más personas hoy en día tienen los medios para vivir, pero no tienen sentido para vivir”.
Llegados a este punto y sirviéndonos de la profundidad que nos otorga esta última reflexión del legitimado psicoanalista austriaco, quizás estemos entrando en una era en la que aquellos que manejan los hilos, y además son los mayores precursores de un mundo donde se imponga la tecnología por encima incluso de las decisiones humanas, hayan decidido deleitarnos con un amplio porfolio de comodidades ad hoc distrayéndonos de las cosas esenciales, como por ejemplo discernir lo que es bueno y lo que no para nuestro bienestar general.
Como ya ocurriera durante el derrumbamiento del antiguo Imperio Romano, nuestra sociedad actual anda distraída (más de la cuenta), con la atención puesta en demasiados aspectos banales y carentes de importancia. Esos mismos que al tiempo nos despistan manifiestamente de las cosas que verdaderamente gozan de relevancia, como por ejemplo estar plenamente activos y sentirnos válidos ante los obstáculos que nos plantea la vida a cada paso que damos.
Porque, si ni siquiera somos capaces de defender nuestro papel de protagonistas ante las embestidas de la modernidad y la llegada de agentes externos como la citada I.A., entonces… ¿Qué sentido tiene nuestra existencia en una sociedad así? ¿Para qué seguir formando parte de un guion escrito en el que literalmente somos un cero a la izquierda sin nada que aportar?
Por último, y a modo de conclusión; los cambios, da igual en el ámbito de la vida en el que se produzcan, pueden beneficiarnos, o no, en función a la actitud que mostremos ante la repercusión de los mismos sobre nuestras acciones y voluntad. En este sentido, si solemos conformarnos con ser simplemente parte del decorado, no habrá problema alguno al respecto, no al menos ninguno que nazca desde nuestro fuero interno.
Sin embargo, si estamos convencidos de nuestra relevancia en este mundo y somos totalmente conscientes y valederos de la idea de que siempre tendremos algo que aportar al conjunto de la sociedad, no nos puede servir la teoría de convertirnos en simples mascotas de una tecnología cada vez más imperante, en el mejor de los casos, cuando no unos verdaderos esclavos sin opción alguna de vuelta atrás.