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Cuando la soga que solo apretaba termina por ahogarnos

Se suicidó. Se lo encontraron colgado de un puente de los que cruzan el tramo ferroviario en una de las carreteras de servicio que hay en la zona…

Asi me relataba un amigo de toda la vida, hace ya un tiempo, como el regente de uno de los bares de la zona que frecuento en ocasiones había decidido poner fin a su vida. Los motivos solo los sabía él y supongo que sus seres queridos los intuirían o terminarían desgranándolo tras el terrible final. El desconsuelo, sin embargo, tras un hecho de esta magnitud, casi nadie sabe cómo gestionarlo sin que este te pase factura de manera severa desde ese preciso momento.

Lo primero que se me viene a la cabeza cada vez que soy conocedor de una noticia de este tipo es siempre lo mismo; «Si parecía un tío normal y medianamente feliz»… Pero a tenor de los hechos, eso no era la realidad de la vida del susodicho. Tampoco la de miles de personas que anualmente, desde hace un tiempo, deciden poner fin a su existencia, hastiados hasta decir basta de la sociedad y circunstancias que les rodean.

El caso es que, en la mayoría de ocasiones que sucede algo así, el patrón a seguir suele ser generalmente el mismo. Una persona que lleva una vida medianamente normal, bien integrada en la sociedad y que, en apariencia, no pareciera estar pasándolo tan mal. No al menos como para optar finalmente por la vía del suicidio, terminando con todo aquello que atormentaba su mente, pero sobre todo su alma.

Y claro, uno vuelve a replantearse muchas cosas respecto a todo aquello que nos rodea, intentando sacar cuentas de cuál es el nivel de superficialidad actual en el que están sumidas las vidas de tantísimas personas. Al extremo de que los demás no seamos capaces de percatarnos que estas están a punto de terminar de una manera trágica y funesta. Ni siquiera los más allegados que conviven de manera continua con los afectados.

Todo ello en conjunto siempre me lleva hasta la misma reflexión, por más que intente atajar por otros senderos racionales en búsqueda de respuestas alternas a las que de antemano tengo claro que es inútil, ya que aquellas nunca terminan por convencerme; Estamos ante una sociedad podrida, hueca y carente de perspectiva. Hemos tirado por la borda eso que es tan importante para la convivencia y nuestro bienestar personal: El sentido común. El fallecido no es culpable de ello, por supuesto, ni tampoco la inmensa mayoría de personas que conforman el estrato social en el que vivimos.

Para encontrar a los «homicidas de la razón y el raciocinio» hay que mirar mucho más arriba de este suelo terrenal que transitamos el ciudadano de a pie; en definitiva, usted y yo. Escondidos tras intereses mil millonarios están aquellos actores que, empleando aspectos claves como el avance de la tecnología, en ocasiones sin la regulación legal correspondiente, pero sobre todo moral, para su uso, y el control de la población mediante esta, van cercenando el sentido real de la vida, haciéndonos creer que vivimos mejor que nunca. Aunque esto sea una completa falacia a poco que nos detengamos a analizar hechos como el número de suicidios anuales que ocurren solamente en nuestro país.

A una media de 4.000 por año en los últimos dos, eso sin contar aquellos que, por cualquier razón, no están metidos en la estadística como tal, achacando su muerte a otro tipo de circunstancias. Sin embargo, en muchas ocasiones, finalmente estas sí que están aparejadas igualmente a este estado vital y por ende a los procesos mentales y psíquicos que terminan conformándolo.

Más allá de los fríos números está el porqué de esta situación y la mencionada falta de consistencia en la vida de millones de personas en el mundo que, tras un escudo virtual en forma de redes sociales o aplicaciones de todo tipo, esconden un inmenso vacío interior, ese que les va carcomiendo, literalmente, las ganas de vivir. El callejón sin salida para muchos de ellos ya sabemos cuál es y sus casi irremediables consecuencias; quitarse de en medio empleando cualquier método para consumar el suicidio, para acabar de una vez por todas con todo aquello que subyuga su existencia sin compasión alguna.

Otros terminan siendo consumidores de antidepresivos y ansiolíticos para el resto de su vida, pero en cualquier caso, la inmensa mayoría de estas personas nos ofrecen una imagen totalmente distinta a la de su estado vital real. En definitiva, una situación acuciante donde uno nunca termina de encontrar esa ansiada paz interior con la que poder valerse ante las embestidas de la vida, convirtiéndonos más pronto que tarde en una víctima más de este sistema carente de valores y cada día más alejado de nuestras necesidades reales.

No conocía personalmente al fallecido, más alla de ser cliente de su bar-cafetería en alguna ocasión. Nunca intenté discernir si aquel hombre de rostro serio y austero pasaba o no por su mejor momento personal, o si en algún momento se vería en una encrucijada existencial como a la que finalmente se vio abocado por sus circunstancias. Sin embargo, en mi recuerdo quedará para siempre su educación y buen trato, el mismo que ahora su esposa e hijas siguen ofreciendo a pesar de todo lo sufrido y supongo de todo lo que aún les quedará por asimilar.

“En memoria de ese hombre que no encontró un ápice de luz que lo guiara en aquel callejón vital tan oscuro en el que a veces se convierte la vida. Ese en el que tantos quedan atrapados sin posibilidad alguna de poder encontrar la forma de volver hacia el lugar de donde quizás nunca querrían haber partido.”

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