Es una de esas mañanas de domingo en las que me bajo a la playa a dar un paseo con la excusa de estirar las piernas, aunque la mayor parte de las veces me sirve para desconectar del mundanal ruido que me rodea en forma de rutina diaria. Al terminar, como otras muchas veces, me paro a tomar un café en uno de los chiringuitos de la zona y, sin saber por qué, al rato termino sentado en uno de los bancos que conforman el perímetro de uno de los parques que quedan justo a espaldas del propio paseo marítimo.
El caso es que, tras un rato admirando impertérrito la belleza que ofrece la impronta del Mar Menor a primeras horas de la mañana, llega hasta el lugar un matrimonio de mediana edad junto con un crío de unos 6 o 7 años aproximadamente. Este último me mira muy atento al pasar por mi lado cogido de la mano del padre y yo, de manera ingenua, lo saludo levantando el pulgar.
Segundos después de su entrada en el recinto, ambos progenitores se sientan justo al otro lado del mismo de donde yo me encuentro, sacan sus respectivos teléfonos móviles y como si estuvieran abducidos, por algo o alguien que les habla tras la pantalla, no vuelven a levantar la vista durante los siguientes minutos. Tiempo exacto en el que el chiquillo empieza a corretear de un lado a otro sin más misión que desfogar ese exceso de energía que alguien atesora en su interior a esa temprana edad.
Haciéndome cargo de la situación doy casi por terminado el rato de paz que hasta ese momento había estado disfrutando, pero en un ejercicio de comprensión, y siendo consecuente, se me vienen a la mente aquellos años en los que yo podría haber sido aquel mismo niño y mis padres los dos que había sentados en el banco de enfrente. Con una pequeña diferencia, entonces no había teléfonos móviles y el grado de atención era exponencialmente mayor al actual.
En cualquier caso, el chiquillo sigue haciendo de las suyas, incluso pasa muy pegado a mí en una de esas carreras sin control al punto de casi toparse contra mis piernas extendidas. Término por recogerlas no vaya a ser, por un casual, que termine tropezando y se deje los dientes en el engomado del suelo. Sus padres, más allá de inmutarse, siguen consumiendo minutos de esa droga diaria que tanto nos gusta en la actualidad: Las redes sociales, páginas de esto y lo otro o webs temáticas en las que casi vivimos de una manera virtual y contínua.
Pero al final pasa lo que tiene que pasar. El niño termina estampándose contra un lateral de uno de los columpios que hay instalados en el parque, con la consiguiente llantera que, inicialmente, arranca de manera sorda y termina con un estruendo apocalíptico de lágrimas, mocos, gritos y mirada perdida en un acto de intentar encontrar la de sus padres, perdida también, pero en otros menesteres.
A estas alturas el padre, Andrés—así lo termina nombrando la mujer, pareja o vete tú a saber (ya saben, eso de los nuevos tipos de familias)—corre hacia el columpio donde ha impactado el niño, junto con un señor mayor que atravesaba el parque en ese momento y que también se ha parado para intentar levantar al crío del suelo, en vista de la “dramática” situación. Llegado al lugar de los hechos, Andrés lo agarra del brazo e intenta darle la reprimenda de rigor, ya saben:
—¡Si es que no paras! Un día de estos te vas a partir la crisma en una de esas carreras que te pegas y nos va a costar un disgusto… Veremos a ver cuando vuelves a pisar la calle y el parque… ¡Mira cómo te has puesto!, etc.
Todo esto acontece con el señor mayor intentando quitarle hierro al asunto con frases hechas del tipo “los críos son así, no pueden parar”, “seguro que ahora se porta bien, ya verás”… (Mis cojones 23), etc. Por su parte, ese padre atolondrado sigue tirando del brazo del crío para que se ponga de pie, todo ello sin soltar el teléfono móvil un momento o metérselo en el bolsillo, en el culo o donde le quepa.
A lo largo de la escena, tanto el señor, que se ha convertido en protagonista de la misma sin quererlo, como Andrés, el padre de la criatura, me miran de reojo en un par de ocasiones. Supongo que algo sorprendidos por mi indiferencia, o simplemente pensando “¿qué hará el gilipollas este ahí mirando sin hacer nada?” Se da por hecho, en los tiempos que corren, que para poder impartirle algo de disciplina a un niño de ahora son necesarios varios adultos a su alrededor haciendo uso de buenas palabras, o eso pensarán ambos mientras vuelven a dirigir su atención hacia el lugar donde me encuentro.
Pero como toda historia, esta también tiene su introducción, nudo y desenlace y este último termina casi por convertirse en algo trágico con tintes melodramáticos. Al menos en lo que a los intereses futuros del crío se trata (luego más de uno se echa las manos a la cabeza con el pasar de los años y las actitudes que terminan adoptando), y mucho más para ese padre desbordado por el fragor de la reprimenda hacia su retoño. Porque en ese preciso momento entra en acción esa madre salvadora que, tras la sofocante escena, decide dejar de hacer ventosa en el banco y acercarse al lugar de los hechos.
Eso sí, con el teléfono móvil en una mano, faltaría más, y la otra en alto, mientras que increpa al padre de la criatura a la voz de “Andrés, ¡que poca psicología tienes con el crío!”. Y llegados a este punto en el que ese padre hastiado suelta el brazo de su propio hijo pataleando en el suelo, el abuelete intenta nuevamente levantarlo y la madre le perdona la vida al primero, cuando se cruza con él, mientras este último vuelve al banco en dirección contraria, yo me hago una simple pregunta:
¿Cómo ha cambiado tanto la vida en tan poco tiempo? Porque antes, ante una situación similar, cuando veías venir a tu padre, tú solo te reincorporabas sabiendo que si no te podías llevar dos hostias de regalo encima de casi haberte dejado los piños contra el columpio. Pero es que además, detrás de tu progenitor, venía tu madre enfurecida, y echando humo por las orejas, para cerciorarse de dos cosas. Primero de que estuvieras bien y segundo de que su señor esposo te diera las dos ostias reglamentarias si había la más mínima queja o llantera.
Para rematar la faena en ese mismo lugar, a esa misma hora, había un viejo expectante en uno de los bancos del parque que miraba con recelo la situación y que, llegado el caso, sin atisbo alguno de levantarse, miraba a esos padres coléricos pensando “que falta tiene el niño de que le den dos ostias bien dadas y le quiten toda la tontería”. Las cosas del progreso, o quizás que un servidor se ha convertido en un viejo prematuramente sin haberse percatado lo más mínimo. Vaya usted a saber.