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La sala de espera

Los hospitales no son lugares afables, ni tampoco lo pretenden. Hasta allí se acerca uno intentando que le «reparen» aquello que ha dejado de funcionar correctamente, pero no siempre se logra. En ocasiones el afectado ni siquiera vuelve a salir de allí y lo que parecía un mero trámite se convierte en un final adelantado sin previo aviso.

Los que quedan atrás se llenan de preguntas, muchas de ellas sin una contestación lógica, pero en definitiva todo forma parte de este circo llamado vida, en el que cada día estoy más convencido de que somos parte de un decorado orquestado por algo inalcanzable a nuestro entendimiento, por encima de aspectos religiosos o puramente esotéricos.

La sala de espera, y sus variadas realidades

Pero si hay un lugar pintoresco dentro de un hospital, ese es sin duda la sala de espera. Digo hospital, pero también es válido la de cualquier centro médico local. En cualquiera de los casos, las salas de espera son lugares donde en reiteradas ocasiones, en un corto periodo de tiempo, o mucho, según el fulano que lo sufra, puedes llegar a ver lo mejor y lo peor que puede encarnar la raza humana.

Puedes incluso llegar a conclusiones que en ninguna otra parte serían más clarividentes que en ese preciso lugar. Porque como digo, una sala de espera está repleta de gente, por lo general, si hablamos de cualquier hospital de cierta relevancia en una zona determinada. Hasta allí se desplazan personas de todo tipo, con afecciones variadas y niveles de gravedad distintos.

Pero claro, no todo el mundo se toma igual una inacabable espera. Incluso hay gente que intenta saltarse la eterna burocracia, en forma de normas, esa que está instalada hasta la medula en nuestro sistema. Aunque todos sabemos que si uno “tiene mano”, quizás no tengamos que tragar con los inconvenientes que esta nos plantea de manera sistemática.

La prueba fehaciente de este hecho empírico es el grado de mezquindad y ordinariez con el que en muchas ocasiones la gente llega al mostrador de admisión de una sala de espera. Sí, reconozcámoslo, la sanidad pública española deja mucho que desear, cada día más, en cuanto a trato por parte de algunos de sus integrantes.

Básicamente, porque estos a su vez se han establecido en un cómodo chiringuito particular cercado por sus propias normas donde nadie es capaz de entrar y poner orden. Gozan de una serie de privilegios y ventajas que a la mayoría de los ciudadanos los/nos pone de mala follada, sin contexto sexual alguno de por medio.

El resultado de todo esto es que cuando uno llega a un mostrador de admisión de la sala de espera lo hace con la escopeta cargada y esperando a que el personaje en cuestión que hay detrás de la pantalla de metra quilato o cristal, que debe de atenderte con empatía, eficiencia y compresión, haga exactamente todo lo contrario.

Y no, está claro que no todo el mundo que trabaja en el sector llega a su puesto de trabajo, como si se hubieran ingerido al trago el zumo proveniente de un camión de limones verdes. Pero el porcentaje ha crecido tanto que ya es difícil atisbar algo de esperanza cuando hay que pasar por sus manos.

Volviendo a la sala de espera y tras haber vomitado mi parte equitativa de hiel sobre el gremio, me remito al momento donde algún educado ciudadano llega a esa ventanilla de admisión, a veces con mejor humor y otras directamente fusilando al aplicado funcionario. En ocasiones exigiendo y en otras directamente ordenando.

Pero lo más llamativo es cuando alguien que suele conocer el sistema, las leyes que lo envuelven y en definitiva la mierda crocante y maloliente que hay en su interior, en forma de la citada burocracia, ataca verbalmente y de manera educada al susodicho.

Además, explicándole de manera clara y concisa al que está parapetado detrás de la mampara que hay una serie de artículos (incluso a veces los citan de carrerilla) que los amparan a él y a todos los allí presentes para que sean tratados con dignidad, rapidez y ecuanimidad dependiendo del grado de gravedad con el que hayan acudido hasta el lugar.

Y claro, aquí es cuando llega el súmmum de la indiferencia del funcionario de turno, que se suele pasar por el espacio superior ubicado entre las dos piernas, los artículos, las leyes y la constitución que se estudiaron al dedillo como robots automatizados, con el único fin de tener un puesto de trabajo garantizado de por vida.

En ese momento suelen mirar a otro lado, llamar al que tienen más cerca y contarles que ese señor o señora que se encuentra frente a ellos no es otro ignorante más que suele pasar por el aro y que, a lo mejor, puede joderles el cafelito del almuerzo, o por qué no, incluso hasta el turno completo. Menuda putada.

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