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Nos quedamos sin WhatsApp

Solo dos horas sirvieron para darnos cuenta de lo atados que estamos a las nuevas tecnologías y la poca actitud resolutiva con la que contamos cuando, el pasado verano, la aplicación de WhatsApp se vino abajo poniendo patas arriba a media España, mientras la otra andaba bocabajo sin saber cómo darse la vuelta. Asi está el patio y lo peor de todo es que hemos normalizado esta situación. Mejor dicho, nos han hecho amoldarnos a esta forma de vida que nos muestra las dos caras de la moneda en situaciones como esta.

Porque reconozcámoslo, hoy en día a la mayoría de todos nosotros se nos hace muy cuesta arriba nuestra existencia sin tener un smartphone en la mano cargado de aplicaciones, en ocasiones totalmente innecesarias, aunque se nos antoje precisamente todo lo contrario.

Estar constantemente con el teléfono móvil en la mano picando en este tipo de APP sin más motivo que ver si, en cuestión de los últimos 5 minutos, ha cambiado algo en el mundo, es ya parte de nuestra razón de existir y un cáncer invisible que nos corroe lentamente a la mayor parte de la población.

Al final esto es como cualquier otra droga. Hay una fase de iniciación, donde solo la pruebas esporádicamente, luego vas consumiéndola con más asiduidad para finalmente terminar plenamente enganchado y sin saber cómo coño has terminado, en este caso, sin poder despegarte de un simple teléfono móvil, como si este se hubiese convertido en una extensión de tu propia fisionomía.

Lo saben todo y cuando digo todo, posiblemente me quede bastante alejado de lo que realmente conocen sobre nosotros y nuestras vidas

Pero eso no es lo peor, no. Lo más dantesco del asunto es que, gracias a que estamos todo el santo día con el chisme en las manos de aquí para allá, una serie de corporaciones que se mueven sobre una fina línea, entre el delito más plausible y una ilegalidad manifiesta, saben de ti hasta la talla de bragas que usas según la estación del año en la que estemos. Si las tuyas querida amiga y posiblemente las de mi calzón.

¿O es que creen que es casualidad que nos bombardeen con información publicitaria de cosas que anhelamos y en las que estamos todo el santo día cliqueando en dichos anuncios que el algoritmo se encarga de mostrarnos una y otra vez? Nos llegan continuamente correos electrónicos de empresas en las que en algún momento hemos consultado alguno de sus productos en cualquier página de internet, o nos llamen de manera casi amenazante intentando encasquetarnos esto o aquello; «gracias, pero de lo que me vaya a ofrecer tengo al menos dos de ellos en casa», les contesto de manera automatizada.

Lo saben todo y cuando digo todo, posiblemente me quede bastante alejado de lo que realmente conocen sobre nosotros y nuestras vidas, pero sobre todo en lo que atañe a nuestras debilidades y necesidades psicológicas más elementales. Esto quiere decir que nuestra privacidad se ha colado por el sumidero de las tecnologías, por delante de nuestros ojos y voluntad, y que nosotros lo hemos aceptado muy gustosamente, o al menos así lo pareciera.

Pero claro, esto tendrá unas consecuencias a corto y medio plazo y una de ellas es, como vimos con la caída de WhatsApp, la dependencia que tenemos hacia este tipo de modernidades que, aunque nos facilitan la vida en muchas cuestiones, por oto lado, pueden provocar un caos social, comercial e incluso a nivel estatal en caso de colapsar el sistema.

WhatsApp, y otras APPS, controlan actualmente el ritmo de nuestras vidas

Asi que deberíamos de sacar nuestras propias conclusiones y discernir si realmente queremos este modelo de vida, nunca mejor dicho, porque estamos más sistematizados que nunca, o debemos buscar alternativas a un funcionamiento totalmente controlado donde nuestras privacidades quedan aparcadas en la puerta del mismo.

Aquel día fatídico pensaba en todos esos adictos a los grupos de WhatsApp que tienen distribuida su vida en varios de estos grupos y que posiblemente tras este apagón digital sus cerebros quedaron en modo standby, esperando nuevas órdenes o que alguien activara de nuevo la tecla de reinicio mental.

Personalmente, conozco a unos cuantos y cuantas que no son capaces de mover un dedo sin saber lo que ha dicho en el grupo Pepi, Antonio o Manolo, con bombo o sin él. Nadie niega que algunos de estos sean muy prácticos y funcionales, ya sean grupos moteros, de la peña del fútbol o aficionados a cualquier asunto de cierta relevancia en la vida de cada uno de nosotros.

Hasta ahí bien, pero cuando uno observa como un padre o una madre no mueve ficha con los asuntos escolares de sus hijos, sin saber lo que hacen antes los del grupo de padres, o se queda sin ir al yoga porque Pepita, la del grupo, no va. O simplemente deja de hablarse con mengano o mengana porque lo que puso sobre la guerra de Ucrania en el grupo de alumnos del 82 o del 72, vete tú a saber, le ha parecido aberrante…

Entonces, llegado el momento, simplemente me queda la opción de descojonarme a pata tendida y mirarlos como aquel que va a un zoo y observa a los animales, en este caso atrapados tras las rejas de una jaula virtual de la que ya les es casi imposible poder escapar.

En definitiva, el WhatsApp como otras tantas aplicaciones del estilo puede, o quizás ya sucede, crear un caos social si se vinieran abajo durante una temporada. Esto debería de hacernos reflexionar si estamos en el camino correcto y sobre todo si nuestra privacidad queremos que esté a cargo de los que, hoy por hoy, son los dueños del mundo y conocen hasta la talla de tanga que llevan puesto ellas, e incluso algunos de nosotros.

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