Echar la vista atrás en ocasiones, incluso para recordar que para llegar a fin de mes había que ir dejando fiado en la tienda, nos sirve para reconfigurar nuestra mente y adaptarla al momento presente en el que vivimos. También para darnos cuenta de como buena parte de los individuos que componen la sociedad actual aquejan una preocupante indiferencia hacia aquellos que tienen al lado.
Esto último me lleva a reflexionar sobre situaciones cotidianas de mi infancia en las que, analizando de manera sosegada, y sin expectativa alguna de volver a repetir aquellas experiencias, me hacen más consciente que nunca de que, en algún momento, a lo largo de todo ese tiempo, viví pequeñas cosas que posteriormente fueron determinantes para convertirme en la persona que soy.
“Dejando fiado” en la tienda para poder llegar a fin de mes
Precisamente escrutando minuciosamente la citada época de niño y adolescente, se me vino a la cabeza hace unos días aquellas tiendas de pueblo, cada día con menos presencia, que regentaba la vecina de toda la vida. La misma que conocía casi con total certeza lo que acontecía en tu seno familiar a finales de los años 80 y comienzos de los 90 en nuestro país.
Por aquel entonces empezaba a gestarse una de esas crisis económicas a la que nos hemos acostumbrado a padecer sistémicamente como si ello fuera el pan nuestro de cada día. Las mismas ante las que pareciera que no tuviéramos herramientas para poder evitar o, llegado el caso, revertir de la manera lo menos traumática posible para el grueso de la población.
Con aquel panorama económico latente en la mayor parte de los hogares españoles, no era sencillo mantener una casa donde hubiese varios hijos y entrara un sueldo nada más (en el mejor de los casos) con el que hacer frente a la mayor parte de los gastos que se generaban. Poco o nada ayudaban las políticas bancarias con préstamos al 18 o el 20% de interés, los cuales muy pocos eran lo suficientemente valientes a solicitar para, por ejemplo, comprar una vivienda.
Ya ni hablamos de estrenar un coche o irte de vacaciones con la familia, algo que en nuestros días se ha convertido, al menos para una gran parte de la sociedad, en un derecho adquirido que nadie puede osar de intentar quitárselo. Pero entonces la mentalidad era otra y la forma de vida difería bastante de la que poseemos actualmente, con sus cosas buenas, pero también malas, por supuesto.
Volviendo a las pequeñas tiendas de pueblo donde las personas que las regentaban se llamaban Fina, Sole o Pedro, no como ahora que el rol de estos negocios ha pasado a manos de Mohamed, Said, Brahma o Qiang, ya saben emigrantes que tratan de prosperar en una tierra distinta a la suya, ya sean de Marruecos, India o China.
Aquellos pequeños ultramarinos familiares, donde podíamos comprar casi de todo; desde frutas y verduras, carnes de todo tipo, productos de limpieza e incluso tabaco. Porque muchos de estos establecimientos además poseían licencia de estanco e incluso de licorería. En definitiva, todos ellos servían, de algún modo, de apoyo a las maltrechas economías del momento, básicamente porque ibas, cogías lo que necesitabas y si no podías pagar le pedías que “te lo apuntara”.
Un servidor, por suerte o por desgracia, fue uno de aquellos críos a los que su madre mandaba a la tienda, pedía lo que me habían encomendado y posteriormente, por cuestiones puramente financieras, le soltaba la frasecita de costumbre a la persona de rigor que, con una sonrisa en la boca, me atendía sin más preguntas que “¿nene, como llevas los estudios?”.
Y claro, uno no es consciente de lo afortunado que fue, de poder vivir aquella época, la de ir dejando fiado, para valorar ahora, en su justa medida, las cosas que a priori nos parecen banales, hasta que observa con detenimiento lo que lo rodea. Es entonces cuando todo cobra un sentido, porque esto no es una cuestión de apoyarse en la añoranza de tiempos pasados intentando hacer escarnio del momento actual. Esto es un simple anhelo de una educación extinta donde, por encima de cualquier otra cosa, estaba el ser comprensivo con el que tenías en frente y sus circunstancias.
Porque al final el sol, como ha pasado y seguirá pasando, siempre salía y se metía por el mismo lado y las preocupaciones del momento se podían afrontar con otro cariz agradeciendo que todos aquellos tenderos de pueblo estaban ahí para echar una mano, aunque tuviéramos que estar un mes sí y otro también, dejando fiado. Es por ello que, llegado el caso, imagino en estos días a cualquier hijo de buen vecino yendo a la tienda del barrio en varias ocasiones a lo largo de una semana, con la misma cantinela de “dame esto o lo otro que ya vendrá mi madre a pagarte.”
Me recreo pensando en la cara que pondría el propietario del negocio, intentando hacerse cargo de la situación y pensando, por otro lado, que no puede estar dejando fiado a este o aquel cuando a él mismo cada vez le cuesta más que le salgan las cuentas. Todo ello fruto de que Hacienda le reclama el IVA, los beneficios del trimestre o el seguro de autónomos, el mismo que será aún más caro en 2026, para que los políticos de turno puedan seguir financiando “cosas tan necesarias” como el Ministerio de Igualdad, por ejemplo… Hay que joderse.