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Picaresca «a la española» en versión junior

Las salas de urgencias de centros médicos y hospitales me las conozco como la palma de la mano, ya que, por desgracia, he tenido que visitarlas, a título personal y de manera asidua, en los últimos años. En lo que a mi experiencia propia se limita, por lo general, no ha existido esa anhelada suerte que uno precisa cada vez que acude a uno de estos lugares. Entre otras cosas porque, de un tiempo a esta parte, es más sencillo creer en la existencia de un posible Dios que en la profesionalidad de buena parte de esa extensa amalgama de funcionarios que copan los infinitos departamentos de nuestra sanidad pública.

Sin embargo, de manera anecdótica y secundaria a este empalagoso trámite sanitario, a uno se le quedan grabadas algunas imágenes a base de observar con detenimiento la fauna que pulula por el lugar. Por supuesto, no siempre es igual el resultado final o la sensación al experimentar este tipo de experiencias. Algunas veces te alejas con una sonrisa en la boca (las menos), fruto precisamente de estas situaciones cotidianas provocadas por terceros.

En otras con un sentimiento de profunda rabia e incomprensión como consecuencia de la desidia colectiva que nos rodea, y en no menos ocasiones, como por ejemplo tras la escena que presenciaba hace apenas unas horas, con un regusto amargo a medio camino entre la incredulidad, desazón y desconfianza en aquellos que supuestamente deben tomar el relevo generacional y hacer de este mundo un lugar mejor.

Como digo, tras una media hora esperando en uno de esos asientos de plástico duro conocidos en el mundo entero por su alto nivel de confort (nótese la ironía), que pueblan las salas de espera de cualquier hospital, han entrado dos pipiolas bien emperifolladas con apenas 14 o 15 años de edad, un poco cabizbajas y mirándose la una a la otra de manera desatinada.

Tras una inspección ocular al conjunto de la sala, y a los que allí esperábamos pacientemente a que nos tocara ser atendidos, se han dirigido de manera diligente al funcionario de turno que, tras una mampara de la “edad del Covid”, les ha atendido amablemente, entablando una conversación con ellas en estos términos aproximadamente:

-Celador: Hola, decidme ¿Qué queríais?

-Pipiolas: Venimos a ver si puede vernos el médico.

-Celador: ¿Qué os pasa?

-Pipiolas: (Mirada cómplice entre ambas)… Pues el jueves por la noche tuvimos un golpe en el coche con unos amigos y hoy nos hemos levantado con dolor de cuello y espalda.

-Celador: Pero hoy es sábado por la tarde y han pasado casi dos días desde el accidente, ¿no?…

-Pipiolas: Ya, pero es que hemos empezado a tener molestia hoy, y seguro que es del golpe, porque de otra cosa no puede ser… (Cara de currelas no tenían).

A estas alturas de la amena conversación a mí, que escuchaba con total nitidez y atención el transcurso de la misma, se me ha dibujado una sonrisa en la cara de “a palmo”, y al celador, que me ha cubicado inmediatamente tras la antiestética mampara de plástico, se le ha contagiado de manera casi instantánea. Básicamente, porque ambos, en cuestión de segundos, hemos llegado a la misma conclusión tras atar cabos y hacer unas cuantas cábalas mentales, no sabiendo a estas alturas de la función, si reírte o echarte a llorar directamente.

Pero claro, dicho todo esto y viendo la edad de las susodichas era más que evidente que, tras el arrebatado plan sin fisuras de presentarte en urgencias dos días después de un accidente de tráfico, vestidas como si vinieras de tomártelas con los colegas hace un rato, a contarle al fulano de turno lo mucho que te duele el cuello posteriormente al fatídico impacto, no es obra y gracia de la mente privilegiada de ambas almas de cántaro allí postradas a un lado del mostrador de recepción. Para nada.

Es más que probable que, tras la enrevesada idea de “sacarle las perras al seguro”, estén unos adultos ejemplares (vuelva a notarse la ironía), que habrán instruido a sus respectivas hijas, sobrinas o vecinas-vaya a usted a saber-, para que acometan el mencionado plan y posteriormente digan a todo que si cuando les pregunte el médico de urgencias. Por supuesto, me refiero a todo lo que respecta a lo muchísimo que les duele alguna de las partes que componen su fisionomía, tras el desafortunado accidente vial.

Es llegado a este punto cuando un servidor opta siempre por el mismo razonamiento, porque no hay otro posible en este lodazal de inmoralidad llamado España: No hay arreglo o solución al nivel de putrefacción social que vivimos en la actualidad. Porque aquí, como es habitual, todo vale siempre y cuando nos beneficiemos nosotros mismos, aunque sea a costa de mentir o como en este caso incluso estar incurriendo en un delito tipificado en el artículo 457 del código penal, castigado con penas de entre seis y doce meses de prisión.

Pero todo eso da igual. Lo importante es intentar sacar tajada de una desafortunada situación y ambas pipiolas, cegadas por la pasta que pueden llegar a trincar, si no se les va el plan al garete, seguirán a rajatabla todo aquello que los ideólogos del mismo les indiquen hacer y decir. Y da igual, los que allí estábamos presenciando en directo el bochornoso momento, mirando hacia otro lado y haciendo como que no las escuchábamos. Probablemente, por otro lado, a los mismos que terminarán subiéndoles la prima del seguro del coche a final de año, fruto de las consecuencias de esa picaresca española que llevamos metida hasta el tuétano en nuestra cuestionable forma de ser.

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