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Día cero

(22 de octubre de 2022)

El tiempo es relativo, en ocasiones tanto que lo que para algunos ha podido ser un abrir y cerrar de ojos, para otros se ha convertido en un camino empedrado, lleno de baches y vicisitudes con las que atesorar un aprendizaje grabado a fuego para el resto de sus vidas. Días que se tornaron de desazón y noches donde la única compañía era el tic tac del reloj avanzando hacia una nueva mañana.

28 meses aproximadamente es el tiempo que ha transcurrido desde que un fino hilo de voz al otro lado del teléfono me comunicaba de manera ausente que su hija había sido diagnosticada de leucemia y que desde el hospital en el que estaban los trasladaban directamente a la unidad de oncología del Virgen de la Arrixaca para realizarle una serie de pruebas complementarias y poder afinar el diagnóstico inicial, aunque según parecía había pocas posibilidades de que este fuera a cambiar de manera drástica.

Horas después se confirmaba lo impensable y el tiempo se paraba a partir de aquel momento. Una carrera a contrarreloj daba comienzo y aquellos padres dejaban de mirar al futuro como lo habían hecho hasta entonces. Las prioridades habían cambiado en cuestión de minutos y el mundo, su mundo, se había girado por completo, poniéndolo todo patas arriba y anunciando la llegada de malos tiempos.

Dicen que no hay nada más duro que ver sufrir a un hijo y que los fantasmas de poder perderlo te ronden alrededor. La agonía incesante de las horas y los días, las noches en vilo con la cabeza puesta en lo único importante en ese momento, no hacen más que profundizar en una herida abierta de la que solo brota dolor e incertidumbre, para la que no hay consuelo más allá del saber qué ha pasado un día más y que el tratamiento funciona.

Pero también es cierto que no hay mal que dure 100 años y que en ocasiones las cartas del destino se ponen de cara y le guiñan un ojo a tu suerte. El cielo empieza a disiparse y las nubes negras a quedarse atrás. Ha valido la pena la lucha constante, el mimo llevado al extremo, las plegarias cuando nadie miraba y esas promesas que uno se hace así mismo con tal de que todo vuelva a ser como antes de aquel fatídico día en el que todo cambió y ya nada volvería a ser como antes.

Mucho tiempo después, aunque pareciera que haya pasado en un abrir y cerrar de ojos, Leyre vuelve a la casilla de salida, a esa de la que no tenía que haber salido nunca dirección a ese transitar incierto que le adjudicó el destino, a ella y a los suyos. Parte nuevamente como si nada hubiera ocurrido, porque en su inocencia de niña, las cosas no acontecen con la misma transcendencia que le otorgamos los adultos.

Ahora solo mira alrededor iluminada con esa sonrisa sempiterna y picarona que atesora toda la bondad de este mundo. Para ella este discurrir ha sido un trámite más, en el que se ha sentido floja por momentos y dolorida a ratos, fruto de estar constantemente bombardeada por fármacos de todo tipo y forma. No ha percibido la enfermedad como algo que pudiera atentar contra su vida o pudiera apartarla para siempre de aquellos que la quieren y la protegen.

El día cero representa volver a comenzar, aunque nada haya parado nunca. El incesante palpitar del mundo que nos rodea no da permisos especiales, ni vacaciones en esto de la vida. Es estar o no estar, así de simple y a ella le ha tocado un pase V.I.P. para continuar creando historia, la suya propia, pero también la de nosotros, que la miramos con los ojos encharcados, pero el alma pletórica sabiendo que, en ocasiones, hasta de lo peor que nos depara la vida, se puede salir victorioso o al menos lo menos dañado posible de la amarga experiencia.

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