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«Panocha», hasta siempre

Siempre se van los mejores. No me pregunten por qué, pero es la sensación que atesoro en los últimos años cuando, por razones varias, he visto desaparecer a personas a las que realmente apreciaba por su calidad humana. Supongo que ese mismo sentimiento lo siente la mayor parte de la gente, cuando el que yace en el ataúd era uno de «los nuestros» o muy apegado a nosotros.

Este hecho se ha vuelto a repetir en mi entorno personal y mientras tecleo esta pequeña reflexión no se me va de la cabeza la conversación que tuve con Santiago, el «Panocha» para los amigos, justo un par de horas antes de prácticamente decirnos adiós para siempre. Se me eriza la piel al pensar que en ningún momento fui consciente de que esa sería la  última vez que escucharía su voz, mientras me comentaba algunas de las cosas que tenía pendientes de cumplir, en beneficio de su salud, en las siguientes semanas.

Ahora, mirándolo en retrospectiva, percibo como se desbaratan buena parte de aquellas creencias que, culturalmente, están arraigadas a mi persona y mi forma de ser. Me refiero a todas esas milongas de que «hay que ser buena persona para que el karma se alíe contigo», o que «al final de un camino de buenas acciones uno siempre encuentra la merecida recompensa», etc. Sin embargo, no son más que patrañas de tres al cuarto con las que nos creemos protegidos de todos aquellos males que nos acechan, por más que intentemos maquillar estas con manidos argumentos relacionados con la propia existencia y el devenir que nos ha tocado vivir.

Sentimos por momentos que nada ni nadie podrá con nosotros y que el curso natural de la vida dejará que echemos raíces junto a aquellos que amamos por el simple hecho de ser una buena persona y portarnos como teóricamente debemos. Pero no es así. La muerte de Santiago me ha vuelto a servir en bandeja esta conclusión, dejándome por momentos huérfano de esperanza y sabiendo que todo esto no es más que una especie de ruleta rusa en la que, más pronto que tarde, nos convertimos en diana de la muerte.

En ocasiones incluso sin opción alguna de defendernos, ni explicación coherente con la que consolar a los que nos lloran amargamente una vez somos pasto de la inmensidad. Y como suele ser costumbre, cuando acontece una desgracia de esta magnitud, lo peor siempre está por llegar. Porque todos esos que aquí se quedan, en especial los padres, hermanos, mujer e hijos del fallecido, les espera un largo y tormentoso camino que recorrer donde el sufrimiento, los recuerdos y la búsqueda de un porqué a todo lo vivido, se convierten en compañeros de viaje inseparables en lo sucesivo. Como si de una penitencia pendiente se tratara y ellos fueran los elegidos para cargarla sobre sus maltrechos corazones.

Algunos logran salir, antes o después, de ese agujero negro de dolor y angustia vital, pero otros, en especial esos padres abatidos, quedan atormentados para el resto de sus vidas, preguntándose en su fuero interno por qué a su hijo, pero sobre todo por qué la muerte no vino a visitarlos antes a ellos. En estos casos es inevitable cuestionarse ¿qué hay peor que perder a un hijo? Supongo que nada o casi nada, a pesar de que un servidor no tenga retoños por los que sufrir a diario, ni nunca pueda llegar a sentir un sentimiento tan desgarrador como el descrito.

En lo sucesivo solo nos queda atesorar en el recuerdo todos aquellos buenos momentos que vivimos junto a él gracias a su sonrisa perenne, su sentido del humor brillante y una bondad infinita. Un tío sin un mal gesto para nadie que vivía su vida sin juzgar la de los demás. Que buscaba su espacio sin arrollar al de al lado y que en definitiva siempre intentó obrar de la mejor manera con todos aquellos que formábamos, en mayor o menor medida, parte de su cotidianidad habitual.

Nunca olvidaré el aquel “tranquila tita que yo llevo un ojo puesto en la carretera y otro en la cuneta”, que una noche de verano le espetaba a mi suegra haciendo mofa propia del estrabismo que sufría, cuando esta le instaba a conducir con cuidado un sábado noche cualquiera de un ya lejano verano. Tampoco esas camisetas horteras con frases del estilo “si estás leyendo esto es que me he caído de la moto” o similares.

Por supuesto, en mi memoria quedará grabado a fuego aquel primer viaje a Pingüinos, en Tordesillas, Valladolid, y la freudiana conclusión a la que llego su copiloto, por aquel entonces su esposa, a razón del consumo elevado del coche en el que íbamos: «Es que venimos todo el camino con la radio puesta», argumentó la colega. Y se quedó tan pancha. Por supuesto, no paramos de reír, y de reírnos de la susodicha, hasta la misma puerta de la casa donde nos hospedábamos. Algo que, por otro lado, no le sentó nada bien a la ideóloga de aquella incoherente conclusión.

En definitiva para mí se quedan todos aquellos momentos únicos e irrepetibles que disfruté en su compañía y supongo que, desde donde quiera que esté ahora mirándonos, “con su visión panorámica en 3D”, me estará guiñando un ojo haciéndome saber que todo ha ido bien y que allí me espera al son de alguna canción cañera, brindando con una birra en la mano, mientras la muerte decide cuándo será mi turno para salir con los pies por delante de este mundo cada vez más desalmado e incoherente.

A Santiago «el Panocha», alguien que vivió como otros muchos no se atreverían a hacerlo ni en esta, ni en cien vidas más.

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