Los sábados por la tarde toca intentar relajarse. A veces el sistema es coger un libo y dedicarme unas horas a su lectura. Otras montarme en la moto y realizar una de mis rutas preferidas, que termina llevándome, por lo general, a desembocar en la playa de Portman. El lugar es uno de mis favoritos de la zona porque, además de tenerlo relativamente cerca de casa, me sirve para intentar detener el zumbido constante de pensamientos que, por momentos, suele ser atronador.
Mi rutina al llegar siempre, o casi siempre, es la misma: Aparco la moto, me despojo de “los artes” y me siento en uno de los muretes perimetrales que hay en la parte alta del paseo. Desde ahí puedo observar, con una vista totalmente despejada, la bahía al completo, el pequeño embarcadero trasero y como se recorta la costa en dirección a Cartagena con las formas que el agua y el viento han ido tallando en aquel lugar a lo largo de los siglos.
En la playa suele haber gente si el día acompaña. Familias con críos jugando, el perro correteando y la abuela disfrutando de los nietos. Otros se sientan ante el mar a disfrutar de una buena lectura, dejarse llevar por el batir de las olas o simplemente perder la vista en el horizonte, donde más allá del vivero de dorada y lubina que circunda la entrada a la bahía, se puede intuir un mar infinito en el que el sol se deja caer al mediodía en forma de manto dorado.
Pero de entre todas las cosas que forman parte del decorado idílico de esas tardes de sábado en un enclave tan especial, hay una que siempre llama mi atención nada más bajar de la moto. De hecho, mi primera mirada siempre va dirigida hacia un punto donde, en muchas ocasiones, se divisa la silueta de un hombre que suele estar de pie en la parte final de un espigón de roca que se adentra en el mar, como si esperara que allí fuera a aparecer algo o alguien que marchó mucho tiempo atrás.
Las primeras veces asocié aquella figura a la de algún vecino de la zona que pudiera estar pescando, pero con el paso del tiempo y de las veces que me lo he vuelto a encontrar me percaté de que no era así. Más allá de cuál sea el motivo de su presencia en aquel trozo de roca, me causa curiosidad y expectación verlo la mayor parte de las veces que yo decido ir hasta allí.
De algún modo recurro a la teoría de la sincronicidad de Carl Jung, definida por este en su obra “La interpretación de la naturaleza y la psique”. En definitiva, esa donde todos estamos sometidos al principio de conexiones acausales o lo que conocemos comúnmente como casualidades, pero que nada tiene que ver con esto.
Quizás la existencia de aquel hombre encima del espigón sea parte del proceso que me lleva hasta ese lugar en cada ocasión. Quizás mis reflexiones o formas de disfrutar de ese momento están totalmente enlazadas con este hecho. De igual forma, las de aquel hombre, y de manera recíproca, también podrían tener un nexo común relacionado con mi presencia en lo alto del paseo, desde donde diviso el entorno que me rodea y donde encuentro casi siempre su silueta difusa en la distancia.
En definitiva, la vida adquiere el sentido preciso gracias a esos pequeños detalles que confluyen a cada momento, aunque a veces no seamos capaces de percatarnos de ellos, generando un significado de mayor plenitud. Ese que nos devuelve a la realidad que percibimos de manera constante donde, en ocasiones, podemos divisar el mar, en otras escuchar el batir de las olas o simplemente divisar al hombre del espigón de Portman que puede que siga esperando a que algo o alguien vuelva desde el lugar hacia donde un día partió, dejando atrás los retales de una vida en forma de postal costera de ensueño.