El brazo del que no te asirás
Hace unos días mi mujer me convencía para pasar una mañana de tiendas en uno de los centros comerciales de la zona. No soy muy dado a estos menesteres, menos aún cuando la visita a dicho recinto no tiene finalidad alguna por mi parte. Es decir, no llevo intención de ningún tipo de comprar nada. Pero eso poco o nada le importa a una fémina en búsqueda constante de renovar el armario, (así lo llaman ellas) algo a lo que uno se debe de acostumbrar de estar casado, si no quiere que lo sustituyan por otro más joven, guapo y amable.
No tengo intención de hablar de tiendas de ropa, dar lecciones maritales o simplemente explayarme sobre temas personales en estas líneas. Sin embargo, sí poner en contexto la situación que viví precisamente esa mañana, en concreto, gracias a las exigencias textiles de mi señora. He de reconocer que, para poder practicar el arte de la contemplación, hace falta salir de entre las cuatro paredes que habito, básicamente porque desde allí lo más que veo es la vaya contigua del vecino… (Otro día hablaré de la afición de este a caerse de la escalera).
